2. f. Práctica condenada por la recta deontología, que consiste en el pago de una comisión por el médico consultante, operador o especialista, al médico de cabecera que le ha recomendado un cliente.
3. f. Bot. Bifurcación de un tallo o de una rama.
4. f. Fil. Método de clasificación que consiste en dividir en dos un concepto sucesivamente.
Este 2021 arrancó con un peso, color plomo, que no fue suyo.
Expectativas colmaron las mesas de un pasado reciente, destello mágico. Como si fuera el año, y no nosotros, quien lo construye. Palmo a palmo, paso a paso, y también, en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos. *
Así nos convertimos en fracciones. El universo pudo ser infinito, pero dejó de mirarnos porque no saldríamos mejores, no. Nos llenamos de la garganta de silencio, de luces y sombras. Nos las bebimos todas hasta arrancarnos la piel muerta y, ventilamos una vez más.
Las calles volvieron a llenarse, más que antes. Cuando la vida palpitaba en una sola sintonía. Así, con la letanía de instrucciones incumplidas, se quejan de indecencias quienes las siguen acumulando.
Y los dioses, agotados, se echaron a dormir Dejaron un rastro de plomo, ése por el que entró el 2021. Arrastrándose, también pasó el anhelo de un Godot puntual. Lo hizo después de devorar a Gargantúa y dejarle los restos a Pantagruel. Así, colina abajo, lo esperaría una vez más Caronte sin poder mirarlo a los ojos. Sólo vio el resplandor que dejó en sus huellas. Lo que no sabía, era que aquel brillo, no era más que aluminio, tan barato como las intenciones de segunda que fue acumulando entre las sombras.
Pero bajo las aguas negras, había más plomo, ése que pocos recordaban. La metralla de demasiadas batallas que aprendieron a convertir en provecho. Y, buceando; lo desconocido. La incertidumbre nos siguió devorando. Mientras algunos lucharon por convertirla en plata u oro. Seguir batallando, aunque otros siguieran negándola.
La solidez del plomo burbujeó bajo el humedal. Como si fuera la primera luz del amanecer, salpicó como una copa de champagne. Lejos de allí, en algún rincón a punto de extinguirse, estaba la sed dorada de Saturnine, que escribió Amélie Nothomb. Allí, a punto de beber la primera y última copa de un año que casi, no existió. Se desvistió de tanta sobriedad para empezar el año envuelta en oro, de aquel color asintótico que regresaría para llenar de luz y optimismo un año que, seguiría en manos de quienes seguimos escribiéndolo, palmo a palmo, paso a paso y, claro, codo a codo.
*Poesía “Te quiero”, de Benedetti.
alquimia
Del ár. hisp. alkímya, este del ár. clás. kīmiyā[‘], y este del gr. χυμεία chymeía ‘mezcla de líquidos’.
1. f. Conjunto de especulaciones y experiencias, generalmente de carácter esotérico, relativas a las transmutaciones de la materia, que influyó en el origen de la química.
Quizá alterac. del ár. hisp. lazawárd, este del ár. lāzaward, este del persa laǧvard o lažvard, y este del sánscr. rājāvarta ‘rizo del rey’.
1. adj. Dicho de un color: Semejante al del cielo sin nubes y el mar en un día soleado, y que ocupa el quinto lugar en el espectro luminoso. U. t. c. s. m.
2. adj. De color azul.
3. m. poét. cielo (‖ esfera aparente que rodea la Tierra).
azul de ultramar, azul ultramarino, o azul ultramaro
1. m. Lapislázuli pulverizado que se usa mucho como color.
2. m. Materia colorante que se fabrica para sustituir al azul de ultramar.
azul celeste
1. loc. adj. azul claro. Apl. a color, u. t. c. loc. sust. m.
azul de mar
1. loc. adj. azul de matiz más oscuro parecido al que suelen tener las aguas del mar. Apl. a color, u. t. c. loc. sust. m.
Color coronado como pocos, Pantone acertó con el color, aunque errara el tono.
Nunca la moda había sido tan intrusiva. La moda, según la estadística, es el valor de mayor frecuencia en la distribución de datos. Es decir, lo que estamos viviendo con el azul quirúrgico. Qué lejos parece el tono Atlántico.
Estos meses se han llenado de tantas esperanzas como esperas, de ilusiones y desilusiones. Hemos bebido de una nueva versión de la soledad. Hemos aprendido del silencio como del ruido, y, sin embargo, ¿por qué sigue sabiendo amarga tanta incertidumbre?
Póngame otra ronda, Deep blue sea.
Y las canciones se vuelven azules, los besos se enfrían casi tanto como los abrazos que no nos damos. Vidas congeladas mientras el mundo gira en dos tiempos.
El azul quirúrgico se empaña: tapándonos la boca, lo que decimos, pero, sobre todo, lo que se nos atraganta. El vaho nos humedece los labios y lo que callamos -por aquello de un respeto- empieza a diluirse como la leche fría en el té. Como serán muchas relaciones después, después de tanto ego.
Porque el ego se empacha, llena las ciudades, se beba a sí mismo o se emborrache de justificaciones.
“Las emociones que no se expresan, no mueren: son enterradas vivas y emergen después de las peores formas.”
Sigmund Freud.
Suyo, del azul quirúrgico -y alguna excusa de más- ha sido el año. Sin duda.
Lo que no sabíamos, cuando enero se tiñó de blues -de azul- Atlántico, era la fiereza de lo que era feeling blue.
m. Forma musical popular surgida entre la población afroamericana del sur de los Estados Unidos de América, que se caracteriza por su ritmo lento y su tono melancólico.
Hay música que anida sin remedio; en algún lugar entre mi piel y el silencio.
Como una fotografía que se llena de la imaginación de quien la mira.
Las estaciones pasaron y se hilvanó esta canción a fuego lento, hasta transformarse en el color y sabor de la ausencia; con voz propia. Verde, me caló como la niebla que partió los días.
Y la música… alimenta mis recuerdos, o quizás, viceversa. Caí en ella como quien se hunde en el océano, empapándome.
Se convirtió en hogar, tejiendo las telarañas, abrazando las grietas de las que, algún día, crecerán flores. Hoy sólo es un atardecer de diciembre; no hay respuestas porque las preguntas se bordaron con hilos de primavera.
A veces, incluso, hay versos que beban o no de mi sed, se me desprenden de puntadas. Los que quisiera regalar-te en un anochecer, en el que nuestros nombres se derritan a la deriva de un saxofón. Acabará oxidado cuando nos olvidemos. Y perdonemos los espejos que nunca más nos verán la piel, la que se nos enredó aquella noche tan verde como improbable, la que a veces no existe más que en el rastro de estrellas fugaces.
Mientras, seguiré bordando palabras en tus costuras, ahí donde no mirarás, quizás, hasta dentro de muchos atardeceres.
Cuando ya estés lejos, cuando ya no exista.
Cuando nos dejemos calar por el azul Atlántico.
Homenaje a la canción que me sirvió de faro y horizonte, sobre todo de inspiración para dar con el tono con el que arrancar con mi nuevo proyecto literario.
Hubo naturalezas muertas que sembraron museos y tejidos hasta llenar los armarios de oscuridades. Crecieron como árboles en la ciénaga, con camisitas blancas recién planchadas y lisonjeras alhajas. Hubo árboles que brotaron de terrenos yermos, pero esta no es su historia.
También hubo naturalezas vivas; naciera o no el coral de la sangre de Medusa decapitada, se convirtió en leyenda bajo las profundidades eternas de la larga noche. Las que dibujaron el horror, la vida y la muerte envueltas en pura sensualidad, revueltas como Eros y Tánatos.
Fuera o no el coral la cabeza de la diosa piedra mutilada por Perseo, sus cabellos se convirtieron en ramas; vivas y calientes, en aguas negras. Las que los poetas llenaron de anhelos. Las que obsesionaron a Grenouille hasta convertir el color en aromas especiados, picantes, pimienta rosa sobre cabellos corales, árbol de las profundidades, animal salvaje que vive como planta y muere como roca haciendo del bosque, arrecife. Y así, como si de magia se tratara, se unieron los tres reinos al fondo del mar, donde se arrancaron los perfumes, se desnudaron las miradas que cayeron enrojecidas como el incierto devenir de las olas, sin freno.
Corales contra inundaciones.
Imagino las bonitas -quizás improbables- intenciones de Pantone para coronar al nuevo color del año, haciendo del que en 2018 fuera el año Internacional de los Arrecifes de Coral para impulsar la concienciación sobre su preservación. Quiero pensar que es la forma del Estudio del color de formar parte de los cambios que vendrán, para que no se pierda la batalla contra el cambio climático. Para que puedan seguir siendo Living Coral.
Recuerdo mi niñez llena de historias, las que me contaba mi madre antes de dormir, que me hicieron soñar a lo grande, las que, quizás, me trajeron hasta aquí.
Cuentos, a veces, salvajes, como Barba Azul que nos atravesó a las dos en el pasado y me encontró de nuevo hace apenas mes y medio.
Busqué la versión de Ferrándiz de 1961 tan manoseada y dibujada en mi infancia y descubrí un final tremendo:
“Realizó un buen casamiento. Encontró un marido atento que la ayudó a hacer el bien. Y recordando el tormento que sufrió como escarmiento, y ya nunca más fue una esposa desobediente y curiosa”.
Regresé a Barba Azul con la distancia necesaria para encontrar un planteamiento llamativo: contaba Perrault que era rechazado por el color de su barba. No porque fuera sanguinario, no porque desaparecieran sus mujeres.
Barba Azul, ahora lo sé, se convirtió en un cuento síntoma.
Amélie Nothomb, cuya biografía parece un relato más (infancia en el lejano oriente, aderezado con raíces belgas), digiere el clásico para tejer un universo propio: sin prejuicios.
Humana y literaria, lúcida y ácida, alimenta un particular juego de puertas; las abiertas y aquellas que se teme y se desea abrir con la misma intensidad, las que anticipan monstruos en la oscuridad, inteligentemente guardados sin llave, cuestión de confianza.
La premisa; París, presente indefinido. Saturnine Puissant, joven belga, se presenta a una entrevista para un coninquilinato lleno de ventajas. Encuentra a Elimiro Nibal y Mílcar, grande de España, hasta las entrañas, inspirado en el Gran Duque de Alba (Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel), con cierto encanto, literariamente hablando.
De todas las mujeres aspirantes, Don Elimiro se decanta por la joven, a quien parece no impresionar la reputación que arrastra de desaparición de ocho mujeres y que agita la curiosidad de las candidatas; la misma que alimenta la trama desde tiempos de Perrault 1697, como moscas a la miel, no así a la candidata belga.
La única prohibición: entrar al cuarto oscuro donde se revelan secretos y fotografías cuya entrada tendrá consecuencias.
A partir de aquí: la curiosidad -femenina- versus el derecho al secreto.
La curiosidad, históricamente denostada, ha sido sin embargo la causa de avances, de nuevas miradas, incluso de cierta inteligencia intuitiva.
¿Acaso tiene género?
En este caso, la ácida mirada de Nothomb la conjuga en esta intimista investigación de la joven belga sin perder un gramo de surrealismo hambriento. Hambriento, sí, como la curiosidad que bate hasta hacer tortilla, mientras trama una fábula tan apetitosa como sugerente, sin avergonzarse ni disculparse con todos los ingredientes de Elimiro, culto seductor, maniático, de obsesiones teológicas arraigadas, tráfico de indulgencias y todo agitado con mucho, mucho huevo.
A la mesa, Saturnine, comparte asiento con Tánatos, que planea como un invitado más, observador del duelo dialéctico de digestiones lentas, donde se disponen: alimentos como herramientas de cambio; “la cocina es un arte y un poder”, la atracción masoquista femenina hacia el seductor protagonista “el miedo forma parte del placer” y el amor.
Un amor como proceso de transformación, no idealizado, descarnado, el que Elimiro construye tejiendo ausencias, quizás decepciones, las que coloreó sin sustituir las consecuencias de sus duelos, amando sus secuelas.
El de Saturnine que parte de su rechazo (“¿Tan pronto? ¿Y por tan poco?”), se alimenta a la sombra del lujo que rodea a Elimiro, que cual alquimista, convierte la seducción en civilización; de alimentos en la cocina, de tejidos en la confección para una mujer que se ve obligado a inventar en su búsqueda de “la frontera entre la amada y uno mismo”.
“Pensar un vestido para un cuerpo y un alma, cortarlo, juntarlo, es el acto de amor por excelencia”. “Cada mujer exige una ropa distinta. Se requiere una atención suprema para sentirlo: hay que escuchar, mirar. Sobre todo no imponer los propios gustos. Para Émeline, fue un vestido de color de día. Ese detalle del cuento Piel de asno la tenía obsesionada. Faltaba decidir de qué día se trataba: un día parisino, un día chino ¿y de qué estación? Dispongo aquí del catálogo universal de los colores, taxonomía establecida en 1867 por la metafísica Amélie Casus Belli: un compendio indispensable. Para Proserpine, fue una chistera de encaje de Calais. Me dejé las cejas confiriéndole a tan frágil material la rigidez adecuada, pero también la capacidad de escamoteo que exige este tipo de sombrero. Me atrevo a decir que lo conseguí. Séverine, una sévrienne algo severa, tenía la delicadeza del cristal de Sèvres: creé para ella una capa catalpa cuyo tejido tenía el sutil azul de la caída de las flores de ese árbol en primavera. Incardine era una chica de fuego: esa criatura nervaliana merecía una chaqueta llama, auténtica pirotecnia de organdí. Cuando se la ponía, me incendiaba. Térébenthine había escrito una tesis sobre el hevea. Pinché un neumático para recuperar la dúctil sustancia y poder realizar un cinturón-corpiño que le confería un porte admirable. Mélusine tenía los ojos y la silueta de una serpiente: completé su figura con un vestido tubo sin mangas, de cuello alto, que le llegaba a los tobillos. Estuve a punto de aprender a tocar la flauta para encantarla cuando se vestía así. Albumine, por motivos que no creo que deba explicar, fue la razón que me llevó a concebir una blusa cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido: una auténtica gorguera. Soy partidario del regreso de la gorguera española, no hay nada más apropiado. En cuanto a Digitaline, de venenosa belleza, inventé para ella un guante medidor. Unos largos guantes de tafetán púrpura que ascendían hasta más allá del codo y que gradué para ilustrar el adagio latino de Paracelso “Dosis sola facit venenum”: sólo la dosis hace al veneno.”
“El amor es una cuestión de fe, ésta es una cuestión de riesgo”
“Ponemos a prueba lo que amamos. Elimiro.
Uno protege los que ama. Saturnine”.
Y en ese rincón entre las dos miradas del amor, dispares, incluso lejanas, ambos se encuentran en un rincón habitado por el color dorado, el mismo que agita las contradicciones de la belga en cada copa de champagne, suerte que invade al resto de sentidos en su enamoramiento bizantino, pura sinestesia.
“¿Qué es el color? El color no es el símbolo del placer, es el último placer. Es tan auténtico que en japonés “color” puede ser sinónimo de “amor”.
Saturnine cae en su propia trampa, desarmada, descubre ese amor con color propio y líquido, el que inventa para ella, amarillo número 87, el del forro de acetato de la falda que acaricia su piel, regándola de oro como las veladas que alimentan su curiosidad donde los matices del tejido “componen el amarillo asintótico; el color metafísico por excelencia”.
Después de negociar consigo misma su enamoramiento, justifica al que desea no sea un asesino, apenas un tipo excéntrico que acaso ¿guarde un secreto atroz sin ser culpable?
Ser o no culpable.
Ser o no víctima.
Saturnine no es víctima ni culpable.
Elimiro le reconoce que “también se puede amar el mal” y se descubre ante ella, la invita a entrar al cuarto oscuro que revela el último aliento de aquellas que le precedieron, se preguntaron “amor mío ¿cómo puedes no acudir a salvarme?”.
Allí donde sus fantasmas se convirtieron en un muestrario de retratos incompleto, de vestidos y colores, al otro lado de la doble óptica de la Hasselblad que multiplica las miradas de Saturnine, donde ella elige no formar parte del mosaico inacabado de las desaparecidas, muertas por su curiosidad y retratadas para siempre en su falta, en la que se encuentra consigo después de descubrirse poliédrica en las fotografías tomadas por Elimiro:
“¡Qué agradable era no ya ser otra, sino ser cincuenta otras distintas!”
Final (sin filtro).
Ser y no ser una y todas, piensa Saturnine, lo anhela con la misma intensidad con la que Elimiro necesita su retrato que complete su colección. Quizás aquello que les unió, fuera lo que los separe.
Dos personajes que avanzan a través de sus anhelos, de sus sombras y también de sus pérdidas.
Y como en el cuento original, Barba Azul tiene que morir. Que nadie acuda al rescate de Saturnine completa la transformación; ella, símbolo de Saturno, planeta de plomo, se salva de quizás también de sí misma hasta convertirse en oro, en el brillo eterno en el instante en el que su némesis expira. Pura alquimia.
Como el poso de una y varias lecturas, donde la metáfora se alimenta a capas en este juego de puertas abiertas y a medio cerrar, que es la in-existencia.
Del lat. ars, artis, y este calco del gr. τέχνη téchnē.
m. o f. Capacidad, habilidad para hacer algo.
m. o f. Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros.
m. o f. Maña, astucia.
arte abstracto
m. arte que prescinde de la imitación del natural y de las referencias figurativas.
el arte por el arte
m. El arte como pura manifestación de la belleza por sí misma.
“Para nosotros el arte es una aventura en un mundo desconocido, que puede ser explorado sólo por quienes están dispuestos a asumir el riesgo”. Mark Rothko.
El arte, como la emoción, es riesgo. Ocurre o no.
A veces, basta sólo una chispa; otras, se enciende poco a poco, con timidez. Y en el destello, se cuela la inspiración, aparece el genio de la imaginación, el mismo que quedó abierto y palpitante sobre la pasarela el pasado mes de septiembre, con sabor de continuación de lo que quizás fuera anticipo, pensé, de un nuevo viaje al amanecer del lejano oriente -¿quizás?- del crepúsculo invernal 2018/2019.
De nuevo, un viaje, el que ahora propone la firma Schlesser de la mano de Carolina Menéndez, que, dejándose llevar por el universo de Rothko, exprime el color, por bloques y contrastes; poniendo del revés su memoria cromática y arrancando el desfile desde las sombras a la claridad.
Así, como en un cuento, se viste de superstición a Caperucita, de elegancia a la nieta de un Yeti posmoderno y a una princesa apache arty esperanza que se redibujan como heroínas de la infancia, que luchan contra imposibles, convirtiéndolos en retos a superar.
Sobre la escena, se descuelgan cuadros de Rothko para cobrar vida, convertidos en un carrusel de colores donde desfila la metáfora; envuelta en fajines y recuerdos con sabor del sureste asiático, de líneas limpias y paredes vacías donde caminan las texturas: panas, terciopelos, lanas en sus múltiples versiones y variantes, colores y grosores, hasta el clasicismo del cuadro Harris dispuesto a echar a volar entre plumas de fantasía para llegar a una noche ligera y llena de color con organzas, lentejuelas y voiles que recuerdan a un verano que se fue, que está por llegar con la fluidez de los remolinos que agitan faldas, cabelleras y pensamientos.
“Y si he de depositar mi confianza en algún sitio, la otorgaría a la psique del observador sensible y libre de las convenciones del entendimiento. No tendría ninguna aprensión respecto al uso que este observador pudiera hacer de estas pinturas al servicio de las necesidades de su propio espíritu; porque, si hay necesidad y espíritu al mismo tiempo, seguro que habrá una auténtica transacción.” Mark Rothko.
Carolina Menéndez lo ha vuelto a hacer: brinda un nuevo viaje por el arte como un refugio, convirtiéndolo en emoción que huele a teja mojada.
Gracias por la odisea a este lado del riesgo, porque ahí es todo sucede.
“Un cuadro toma vida ante la presencia de un espectador sensible, en cuya conciencia se desarrolla y crece.” Mark Rothko
Y crece, y crece… Así como asalta la luz y los enamoramientos sobre la escena, habitando la misteriosa mirada cromática del artista.
“Para mí un artista es alguien con una visión propia y la fuerza necesaria como para reflejar el mundo de forma sorprendente e inesperada.” Yasmina Reza.
Vivimos un presente en el que muchos definirían “ultra” como radical ajeno o contrario a los pensamientos propios. Pasen a las redes y vean: estás conmigo o en mi contra, el pan de cada día.
Sin embargo ¿acaso no estamos en dirección obstinada y contraria a todos en algún aspecto, al menos?
Los grandes conflictos de cada presente lo son por los caldos de cultivo de pasados más o menos lejanos, más o menos pesantes.
Y un poco más cerca de lo mundano, asalta Pantone y propone Ultra Violet, color del año 2018, para que cada uno elija su propia aventura, inspirada con los ojos de quien las mira, de quien las inventa.
¿Es acaso un mensaje subliminal?
¿Qué hay detrás de este color?
Lavanda de una tarde de verano en la Provenza con los abejorros torpones chocándose contra turistas aromáticos; capirotes de un paso de Semana Santa abarrotada, sea en silencio o a lágrima viva; comentarios ácidos, anti flemáticos de la prima Violet de Downton Abbey (permítanme la licencia de una británica gran ficción) y cómo no, el color emblema del feminismo, cuya reivindicación nace quizás de varias historias; la primera y obvia es la fusión de los dos colores asociados a los géneros: el azul y el rosa como símbolo de equidad e igualdad de oportunidades.
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Éste fue uno de los colores adoptados por la lucha sufragista británica en 1908 junto con el verde y el blanco. Las banderas tricolores se convirtieron en símbolo de movimientos de liberación a raíz de la Revolución francesa, y se eligieron porque según las palabras de la activista Emmeline Pethick «El violeta, color de los soberanos, simboliza la sangre real que corre por las venas de cada luchadora por el derecho al voto, simboliza su conciencia de la libertad y la dignidad. El blanco simboliza la honradez en la vida privada y en la vida política. Y el verde simboliza la esperanza en un nuevo comienzo«.
Amén que estuvieran en los guardarropas femeninos y fueran cotidianos e identificativos, descartando el rojo porque así eran las banderas de las mujeres de la Internacional.
En esa misma época, las empleadas de una fábrica de confección neoyorquina hicieron huelga por las nefastas condiciones laborales que soportaban, y el dueño la sofocó encendiendo la mecha, literalmente, dejándolas encerradas dentro.
Se quemó a más de 100 trabajadoras.
Se dice que el -ultra- violeta se convirtió en símbolo porque cuentan que era el color de los tejidos con los que estaban trabajando y del humo que salió de aquel incendio.
¿Quizás quiere Pantone que aprendamos a mirar con rayos ultra violeta?
Que miremos con las gafas de la desigualdad, de los menosprecios, de los abusos, porque no olvidemos, que ya no es sólo una cuestión de género, sino de derechos humanos, aprovechando que este año 2018 se cumple el 70 aniversario de la declaración de los mismos.
Sirva de homenaje a Virginia Woolf, la escritora violeta que hoy hubiera cumplido años, una mujer que se atrevió a mirar y a tener voz más allá de los muros que encontró, a sumar pensamientos y palabras como las que abren este año ultra violet;
“no hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”.
Pasarelas entre un mundo y otro, universos dentro y fuera del marco, del escenario, del barco. Y dejando de lado los ripios, allí, donde sucede todo, empiezan los viajes.
Hubo uno que partió con el batir de las alas hacia un amanecer de verano, limpio, como la ingenuidad donde el tiempo no existiera y la levedad de las plumas anunció lo que vendría después: la delicadeza.
Allí donde las certezas se superpusieron como tejidos y prendas, claroscuros y transparencias donde poder ser una y muchas mujeres a la vez, fundiéndose la piel con los colores ¡ay los colores!
Aquellos que rebañaron desde la Provenza hasta Hendaya al atardecer: rosas casi lavanda rota y seca por el sol, verde agua después de la siesta, y los eternos binomios blanco y beige; luz y trigo.
Y entonces, cuando el viaje sabía a tostada con mantequilla, las nietas y bisnietas que hubieran tenido Scott Fitzgerald, Zelda y el gran Gatsby hicieron aparición engalanadas de trajes sastre como el escándalo que una vez, Gabrielle Chanel soñó: vestir a mujeres libres, hacer de sus movimientos, su emblema. Abanderada como el chic de lo francés que aún pervive y sin duda, hubiera vestido esta colección dual: delicada y fuerte; líneas limpias, masculinas y llenas de feminidad, amarradas a nudos marineros en los detalles y a zapatos planos de cestería, de comodidad, incluso de memoria.
Como si el atardecer anticipara la noche, asomó la intensidad de diva lorquiana, vestida de nit, de verde, que te quiero verde, sin que la muerte encontrara a las mujeres pájaro bailando junto a la hoguera, tan roja como un recuerdo, tan blanco y marino como la luz y el mar. Marineras en tierra envueltas en arena, cuyas texturas y fluidez se revolvían como el viento agita el pelo junto a un acantilado, en esa danza entre el agua y el fuego, tan esencial, tan telúrica.
Y quizás, el viaje antes del fin, anunciara un nuevo amanecer en el lejano oriente cuyos fajines dejaron con hambre de más, apetitos de una despedida circular, donde el carrusel se movió con el saludo discreto de Carolina Menéndez, quien soñó con aquella colección llena de sensibilidad, que no sensiblería hasta la nueva temporada, entre dos mundos.
Hasta aquí el viaje que resultó del desfile de los diseñadores Carolina Menéndez y Alexandre García dibujaron, colorearon e hicieron posible creer en una magia de verano justo cuando empezó el sabor del otoño.
La muerte con pucheritos de menta, de anhelo, el de una noche de verano que el cine retrató con seda verde, verde, verde.
Verde imaginación de Jacqueline Durran que hizo posible en Expiación aquel vestido trampa.
Trampa porque no era vestido, ni sólo un verde: eran dos piezas, cuerpo y falda que se combinaron según las luces y las sombras de 100 metros tintados de distintos tonos de seda verde, cambiante, para tantos planos como movimientos, los de una mujer saltamontes en la biblioteca, contoneándose por los pasillos, como la luz que reflejara.
Los reflejos de aquel espejo verde en el que mirarse, así como las tragedias se tragaron mejor, el boldo, la menta, la hierbaluisa, con el aliento fresco, el césped recién cortado.
Cortes en noches de luna llena, en la que más valiera desnudar a la manida y sobada esperanza y dejarla con sus misterios al aire, sin trampas ni artificios, sin el teatro de su mirada, farsa, sainete, que todos están, pero casi ninguno son como ese vestido trampa de seda de cien verdes.
Verdes como los mejores recuerdos: los olores, plantas que dan los buenos días, las hebras de té, los bosques, el sueño, el sabor de Lorca en mi boca, aceite de oliva virgen extra, esa mujer que soy cuando aprendo de los tiempos y las distancias, las ganas de pisar el acelerador cuando me empapo de música.
Y de la música, el lenguaje.
El lenguaje de una prenda, la del vestido trampa, la que el poeta no volvió a vestir, la que tal vez perfumó con aquella corona de azahar que nunca se puso, bajo las margaritas con las que soñó en la sexta luna, luna, lunática con dientes de plata que atravesó con sus versos todas las palabras ausentes que nunca más firmó, ni con el verde de su pluma, ni con el musgo de una roca ronca, que le quitaron, que nos arrancaron.
Arranquemos este año con el verde más buscado, para que Lorca, que dicen ahora que es de todos*, vuelva a ser verde vida, verde cambiante, incluso verde trampa, con la savia de sus versos que llenen páginas los diarios del reportero más dicharachero, en este mundo verde.