103. 2021 de dicotomías y …

dicotomía

Del gr. διχοτομία dichotomía.

1. f. División en dos partes.

2. f. Práctica condenada por la recta deontología, que consiste en el pago de una comisión por el médico consultante, operador o especialista, al médico de cabecera que le ha recomendado un cliente.

3. f. Bot. Bifurcación de un tallo o de una rama.

4. f. Fil. Método de clasificación que consiste en dividir en dos un concepto sucesivamente.

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Este 2021 arrancó con un peso, color plomo, que no fue suyo.

Expectativas colmaron las mesas de un pasado reciente, destello mágico. Como si fuera el año, y no nosotros, quien lo construye. Palmo a palmo, paso a paso, y también, en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos. *

Así nos convertimos en fracciones. El universo pudo ser infinito, pero dejó de mirarnos porque no saldríamos mejores, no. Nos llenamos de la garganta de silencio, de luces y sombras. Nos las bebimos todas hasta arrancarnos la piel muerta y, ventilamos una vez más.

Las calles volvieron a llenarse, más que antes. Cuando la vida palpitaba en una sola sintonía. Así, con la letanía de instrucciones incumplidas, se quejan de indecencias quienes las siguen acumulando.

Y los dioses, agotados, se echaron a dormir Dejaron un rastro de plomo, ése por el que entró el 2021. Arrastrándose, también pasó el anhelo de un Godot puntual. Lo hizo después de devorar a Gargantúa y dejarle los restos a Pantagruel. Así, colina abajo, lo esperaría una vez más Caronte sin poder mirarlo a los ojos. Sólo vio el resplandor que dejó en sus huellas. Lo que no sabía, era que aquel brillo, no era más que aluminio, tan barato como las intenciones de segunda que fue acumulando entre las sombras.

Pero bajo las aguas negras, había más plomo, ése que pocos recordaban. La metralla de demasiadas batallas que aprendieron a convertir en provecho. Y, buceando; lo desconocido. La incertidumbre nos siguió devorando. Mientras algunos lucharon por convertirla en plata u oro. Seguir batallando, aunque otros siguieran negándola.

La solidez del plomo burbujeó bajo el humedal. Como si fuera la primera luz del amanecer, salpicó como una copa de champagne. Lejos de allí, en algún rincón a punto de extinguirse, estaba la sed dorada de Saturnine, que escribió Amélie Nothomb. Allí, a punto de beber la primera y última copa de un año que casi, no existió. Se desvistió de tanta sobriedad para empezar el año envuelta en oro, de aquel color asintótico que regresaría para llenar de luz y optimismo un año que, seguiría en manos de quienes seguimos escribiéndolo, palmo a palmo, paso a paso y, claro, codo a codo.

*Poesía “Te quiero”, de Benedetti.

alquimia

Del ár. hisp. alkímya, este del ár. clás. kīmiyā[‘], y este del gr. χυμεία chymeía ‘mezcla de líquidos’.

1. f. Conjunto de especulaciones y experiencias, generalmente de carácter esotérico, relativas a las transmutaciones de la materia, que influyó en el origen de la química.

2. f. Transmutación maravillosa e increíble.

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BSO. Yumeji’s theme.

La señora Woolf en su aniversario, tenía razón;
«no se puede encontrar la paz evitando la vida»

The moon is yellow silver.

Tom Waits.

86. Ferias imposibles.

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imposible

Del lat. impossibĭlis.

 

  1. adj. No posible.
  2. adj. Sumamente difícil. U. t. c. s. m. Pedir eso es pedir un imposible.
  3. adj. Inaguantable, enfadoso, intratable. Luis está imposible hoy. Se ponen imposibles.
  4. m. Ret. Expresión de la seguridad de que antes de que suceda o deje de suceder algo ha de ocurrir otra cosa de las que no están en lo posible.

hacer los imposibles

  1. loc. verb. coloq. Apurar todos los medios para el logro de un fin.

 

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Imposibles.

También hubo ferias impensables, las que vivieron dentro de la última edición de Première Vision en París. Más de un encuentro. Los que años atrás parecían imposibles, hoy se han convertido en realidad. Porque a veces, suceden verdades tirando del hilo. Aquello que se llama intuición, va creciendo dentro de las miradas, las propias y las ajenas. Las que abren nuevos caminos. Aquellas que, por un sorprendente golpe de efecto, acaban convertidas en las tendencias de la temporada. Muchas estudiadas, pero otras, también, fruto del azar. Como el tejido que nos constituye.

“Poseen un vago instinto no ya de lo sagrado, pero sí de lo trascendente”

Amélie Nothomb, Golpéate el corazón.

Y es que se dota de trascendencia a las tendencias. La velocidad las habita. Las devora. Tanto y tan rápido que se convierten en algo así como relaciones suspiro. Que duran lo que una fugaz ilusión. Y las ilusiones también se rompen, aunque casi nadie dedique tiempo en zurcir las costuras, en remendar aquello que tampoco ha de ser eterno.

“Después de todo, ¿qué es la moda? Desde el punto de vista artístico una forma de fealdad tan intolerable que nos vemos obligados a cambiarla cada seis meses”

Oscar Wilde.

Sin embargo, el ritmo no para. Todo lo contrario. Aumenta las revoluciones. Las reales y las imaginarias. Las que podrían construir un relato de todo lo que queda en vía muerta, de lo que no sucede a la misma velocidad que ocurren las realidades. En ese enjambre de pasillos y stands que dibujan un mapa de una ciudad llena de lenguas, idiomas y aspiraciones. Babel horizontal que se cita dos veces al año, vísperas del otoño y de la primavera. Días de mucho, vísperas de na, decía la canción. Haciendo de ellas, ese rincón que ya no sea imposible: sean nuevos caminos, nuevos aprendizajes. Porque, en el fondo, lo nuestro es pasar, atravesar, incluso atraversarlas alimentando el verbo y la imaginación con mayor o mejor fortuna.

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Regreso a París con la tradición de devorar alguna novela de Amélie Nothomb que parece seguir escribiendo para mí. Nunca defrauda. En septiembre, también, se me acumulan homenajes. Benedetti, Agatha Christie, John Coltrane, B.B. King, Emilia Pardo Bazán y quien acompaña en la escritura de estas palabras, Miles Davis. Tanta inspiración de todos estos grandes en apenas dos líneas. So what!

BSO. So What. Miles Davis.

71. De cuento.

Imagen de http://garandaromero.blogspot.com.es/2013/07/minimundos.html

 

Cuento1

Del lat. compŭtus ‘cuenta1’.

 

  1. m. Narración breve de ficción.
  2. m. Relato, generalmente indiscreto, de un suceso.
  3. m. Relación, de palabra o por escrito, de un suceso falso o de pura invención.
  4. m. coloq. Embuste, engaño. Tener mucho cuento. Vivir del cuento.

 

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A mi madre,

la mujer que me hizo creer y amar los cuentos.

 

Todo un universo dentro de una escasa definición.

Recuerdo mi niñez llena de historias, las que me contaba mi madre antes de dormir, que me hicieron soñar a lo grande, las que, quizás, me trajeron hasta aquí.

Cuentos, a veces, salvajes, como Barba Azul que nos atravesó a las dos en el pasado y me encontró de nuevo hace apenas mes y medio.

Busqué la versión de Ferrándiz de 1961 tan manoseada y dibujada en mi infancia y descubrí un final tremendo:

“Realizó un buen casamiento. Encontró un marido atento que la ayudó a hacer el bien. Y recordando el tormento que sufrió como escarmiento, y ya nunca más fue una esposa desobediente y curiosa”.

Barba Azul Ferrándiz

 

Regresé a Barba Azul con la distancia necesaria para encontrar un planteamiento llamativo: contaba Perrault que era rechazado por el color de su barba. No porque fuera sanguinario, no porque desaparecieran sus mujeres.

Barba Azul, ahora lo sé, se convirtió en un cuento síntoma.

 

Amélie Nothomb, cuya biografía parece un relato más (infancia en el lejano oriente, aderezado con raíces belgas), digiere el clásico para tejer un universo propio: sin prejuicios.

Humana y literaria, lúcida y ácida, alimenta un particular juego de puertas; las abiertas y aquellas que se teme y se desea abrir con la misma intensidad, las que anticipan monstruos en la oscuridad, inteligentemente guardados sin llave, cuestión de confianza.

 

La premisa; París, presente indefinido. Saturnine Puissant, joven belga, se presenta a una entrevista para un coninquilinato lleno de ventajas. Encuentra a Elimiro Nibal y Mílcar, grande de España, hasta las entrañas, inspirado en el Gran Duque de Alba (Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel), con cierto encanto, literariamente hablando.

De todas las mujeres aspirantes, Don Elimiro se decanta por la joven, a quien parece no impresionar la reputación que arrastra de desaparición de ocho mujeres y que agita la curiosidad de las candidatas; la misma que alimenta la trama desde tiempos de Perrault 1697, como moscas a la miel, no así a la candidata belga.

La única prohibición: entrar al cuarto oscuro donde se revelan secretos y fotografías cuya entrada tendrá consecuencias.

A partir de aquí: la curiosidad -femenina- versus el derecho al secreto.

 

La curiosidad, históricamente denostada, ha sido sin embargo la causa de avances, de nuevas miradas, incluso de cierta inteligencia intuitiva.

¿Acaso tiene género?

En este caso, la ácida mirada de Nothomb la conjuga en esta intimista investigación de la joven belga sin perder un gramo de surrealismo hambriento. Hambriento, sí, como la curiosidad que bate hasta hacer tortilla, mientras trama una fábula tan apetitosa como sugerente, sin avergonzarse ni disculparse con todos los ingredientes de Elimiro, culto seductor, maniático, de obsesiones teológicas arraigadas, tráfico de indulgencias y todo agitado con mucho, mucho huevo.

A la mesa, Saturnine, comparte asiento con Tánatos, que planea como un invitado más, observador del duelo dialéctico de digestiones lentas, donde se disponen: alimentos como herramientas de cambio; “la cocina es un arte y un poder”, la atracción masoquista femenina hacia el seductor protagonista “el miedo forma parte del placer” y el amor.

Un amor como proceso de transformación, no idealizado, descarnado, el que Elimiro construye tejiendo ausencias, quizás decepciones, las que coloreó sin sustituir las consecuencias de sus duelos, amando sus secuelas.

El de Saturnine que parte de su rechazo (“¿Tan pronto? ¿Y por tan poco?”), se alimenta a la sombra del lujo que rodea a Elimiro, que cual alquimista, convierte la seducción en civilización; de alimentos en la cocina, de tejidos en la confección para una mujer que se ve obligado a inventar en su búsqueda de “la frontera entre la amada y uno mismo”.

 

“Pensar un vestido para un cuerpo y un alma, cortarlo, juntarlo, es el acto de amor por excelencia”. “Cada mujer exige una ropa distinta. Se requiere una atención suprema para sentirlo: hay que escuchar, mirar. Sobre todo no imponer los propios gustos. Para Émeline, fue un vestido de color de día. Ese detalle del cuento Piel de asno la tenía obsesionada. Faltaba decidir de qué día se trataba: un día parisino, un día chino ¿y de qué estación? Dispongo aquí del catálogo universal de los colores, taxonomía establecida en 1867 por la metafísica Amélie Casus Belli: un compendio indispensable. Para Proserpine, fue una chistera de encaje de Calais. Me dejé las cejas confiriéndole a tan frágil material la rigidez adecuada, pero también la capacidad de escamoteo que exige este tipo de sombrero. Me atrevo a decir que lo conseguí. Séverine, una sévrienne algo severa, tenía la delicadeza del cristal de Sèvres: creé para ella una capa catalpa cuyo tejido tenía el sutil azul de la caída de las flores de ese árbol en primavera. Incardine era una chica de fuego: esa criatura nervaliana merecía una chaqueta llama, auténtica pirotecnia de organdí. Cuando se la ponía, me incendiaba. Térébenthine había escrito una tesis sobre el hevea. Pinché un neumático para recuperar la dúctil sustancia y poder realizar un cinturón-corpiño que le confería un porte admirable. Mélusine tenía los ojos y la silueta de una serpiente: completé su figura con un vestido tubo sin mangas, de cuello alto, que le llegaba a los tobillos. Estuve a punto de aprender a tocar la flauta para encantarla cuando se vestía así. Albumine, por motivos que no creo que deba explicar, fue la razón que me llevó a concebir una blusa cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido: una auténtica gorguera. Soy partidario del regreso de la gorguera española, no hay nada más apropiado. En cuanto a Digitaline, de venenosa belleza, inventé para ella un guante medidor. Unos largos guantes de tafetán púrpura que ascendían hasta más allá del codo y que gradué para ilustrar el adagio latino de Paracelso “Dosis sola facit venenum”: sólo la dosis hace al veneno.”

El amor es una cuestión de fe, ésta es una cuestión de riesgo

Ponemos a prueba lo que amamos. Elimiro.

Uno protege los que ama. Saturnine”.

 

Y en ese rincón entre las dos miradas del amor, dispares, incluso lejanas, ambos se encuentran en un rincón habitado por el color dorado, el mismo que agita las contradicciones de la belga en cada copa de champagne, suerte que invade al resto de sentidos en su enamoramiento bizantino, pura sinestesia.

 

“¿Qué es el color? El color no es el símbolo del placer, es el último placer. Es tan auténtico que en japonés “color” puede ser sinónimo de “amor”.

 

Saturnine cae en su propia trampa, desarmada, descubre ese amor con color propio y líquido, el que inventa para ella, amarillo número 87, el del forro de acetato de la falda que acaricia su piel, regándola de oro como las veladas que alimentan su curiosidad donde los matices del tejido “componen el amarillo asintótico; el color metafísico por excelencia”.

Después de negociar consigo misma su enamoramiento, justifica al que desea no sea un asesino, apenas un tipo excéntrico que acaso ¿guarde un secreto atroz sin ser culpable?

Ser o no culpable.

Ser o no víctima.

Saturnine no es víctima ni culpable.

Elimiro le reconoce que “también se puede amar el mal” y se descubre ante ella, la invita a entrar al cuarto oscuro que revela el último aliento de aquellas que le precedieron, se preguntaron “amor mío ¿cómo puedes no acudir a salvarme?”.

Allí donde sus fantasmas se convirtieron en un muestrario de retratos incompleto, de vestidos y colores, al otro lado de la doble óptica de la Hasselblad que multiplica las miradas de Saturnine, donde ella elige no formar parte del mosaico inacabado de las desaparecidas, muertas por su curiosidad y retratadas para siempre en su falta, en la que se encuentra consigo después de descubrirse poliédrica en las fotografías tomadas por Elimiro:

“¡Qué agradable era no ya ser otra, sino ser cincuenta otras distintas!”

 

Final (sin filtro).

Ser y no ser una y todas, piensa Saturnine, lo anhela con la misma intensidad con la que Elimiro necesita su retrato que complete su colección. Quizás aquello que les unió, fuera lo que los separe.

Dos personajes que avanzan a través de sus anhelos, de sus sombras y también de sus pérdidas.

Y como en el cuento original, Barba Azul tiene que morir. Que nadie acuda al rescate de Saturnine completa la transformación; ella, símbolo de Saturno, planeta de plomo, se salva de quizás también de sí misma hasta convertirse en oro, en el brillo eterno en el instante en el que su némesis expira. Pura alquimia.

Como el poso de una y varias lecturas, donde la metáfora se alimenta a capas en este juego de puertas abiertas y a medio cerrar, que es la in-existencia.