Siguen volando aviones de papel. Los niños, y no tan niños, corren detrás de ellos.
Cuentan que los deshabitados desaparecieron como si fueran una nube de polvo de tanto acumular invisibles. Líquidos, monetarios y contagios.
También las palabras de los aviones vacíos que escondieron en sus despensas.
En ellos, mágicamente, se escribieron sus legados, cediéndolo todo a quienes llenaron sus cazuelas cuando tuvieron hambre. Quienes sí pudieron leer los mensajes secretos a escondidas.
Hubo de todo.
Desde paciencias hasta breves declaraciones de amor -finito-.
Dijeron que la magia podía ser tramposa.
Como los hechizos, como la envidia.
Recetas, hubo muchas.
Y el mundo no dejó de girar.
Aunque aún no supieras cuál era el secreto mejor guardado que seguía volando.
Que tomaría el cielo -y tu cuello- por asalto.
– Y ahí lo tienes, a tus pies. –
El avión que, como la mejor casualidad, quizás, te estaba esperando.
Miras hacia los lados. No hay nadie.
Te ha caído a ti, piensas.
Lo recoges y lo abres.
Lees.
Vuelves a leer.
Miras de nuevo a ambos lados.
Vuelves a leer esas tres palabras que se te atraviesan como un mal chiste.
Ése, que, sin embargo, acaba con todo:
Fin del simulacro.
The end.
¿Qué haríais con lo aprehendido y lo aprendido?
“[…] toda verdad tiene una estructura de ficción. Lacan.”
Y el futuro pasa por la conciliación, por las diferencias y el respeto.
El resto, se convierte en veneno, y del veneno, el polvo. Polvo como el que se acumula en el alféizar. Que es una de las palabras que ya casi nadie usa.
Es un lugar frontera. Como las ventanas, los balcones. También como las puertas que volveremos a cruzar sin miedo. Puertas que abrir.
Mes de mayo sin flores.
Las pinto en mi imaginación, serán azulejos que pisar para que regresemos a una primavera que ya no será nuestra. Pero florecerán, antes o después, como la memoria. Contra el contagio masivo de odio.
– Hoy no tendrías que estar donde estás. –
Hay mucha añoranza, no sabías que pesaría tanto.
Piensas en ideas, las escribes para que se cumplan. Como un hechizo.
Lo haces en un trozo de papel. Después en otro. Así vas escribiendo deseos que no vas a quemar, no.
Van a volar. Como hiciste tú. Como volverás a hacer y como hubieras hecho ayer en otro mundo que ya ves lejano.
Y hacen mucho. Como el eco que suena y resuena en ese vacío que se llena de pájaros. Pájaros que, con el aleteo, diseminan veneno, igual que hay mentiras que, si se cuentan mucho y bien, acaban por convertirse en -media- verdad. O eso dicen.
Los deshabitados siempre creyeron que el mundo es suyo.
Quizás porque nacieron bebiendo impunidad. La que no se les atraganta cuando apelan a la libertad, tatuándola de privilegios. O viceversa. Siempre ha habido clases, claro.
– Pero respira, no te aceleres. –
También los hay que vuelan en la sombra de los árboles con sólo mirarlos.
Ahí, se escucha un mundo no apto para todos.
Mientras, los deshabitados, arañan a una patria que ponen en peligro.
El tiempo de todos, también el tuyo.
– Vuestro tiempo, piensas. Ése que aún, no puedes compartir. –
Y escribes, más aún. Muy alto, muy fuerte.
¿Cómo sería el mundo sin que nadie quisiera ser por encima de nadie?
Para la vidia, contra la envidia, se necesitan:
Un extra de conciencia y coherencia.
Nieve de finales de abril, a falta de las flores de mayo.
Ocho respiraciones profundas.
El recuerdo del último beso que se dio sin miedo.
Se lleva a ebullición.
Se reserva, dejando enfriar.
Se recomienda no mirar con exceso de inquina las bajas pasiones que se acumulan en un bote de cristal junto al desagüe.
Y así, se bebe el caldo de a poquito, cuando pesen las ausencias y falten las primaveras.
Pero, sobre todo, cuando sobren los odios de los deshabitados.
Advertencia: no hacerlo nunca a medianoche; se congela el tiempo que no es de nadie, pero seguirá siendo de todos.
– Bébeme. Dices. Y bebes. –
(Continuará).
(Nos despedimos en invierno y nos encontraremos en verano. ¿Qué habrá sido de nuestra primavera?).
Eres esa carta que llega mojada al buzón. Llueve, pero la tinta no se emborrona.
Ésa que, casi nadie, mira.
También eres quien ve el vuelo de los aviones de papel.
Ésos que cruzan calles que hace poco estaban vacías.
Mientras, despiertan los habitantes deshabitados.
Y esperas en silencio. Pero, el ruido lo llena todo.
– Está al caer, aunque dudes. –
Son ellos, los deshabitados.
Aún no saben que despertaron con la garantía vencida.
Pronto se quedarían sin batería, a pesar de sus desesperados intentos para reiniciar.
Pero no aprendieron. Todos firmaron el contrato. Eran apenas unas líneas.
Yo, X, me comprometo a alimentar y aprender a usarlo.
Es material delicado y sólo se asignará uno por habitante.
En caso de desuso, falta de sentido común y de riego, se secará hasta dejar de funcionar.
– Ahí lo tienes. La habitación vacía. La habitación roja. –
Hubo quienes buscaron instrucciones. Pero no había. Cada uno era único.
Otros, los tiraron pensando que ya comprarían otro nuevo.
Olvidaron la premisa fundamental: uno para cada individuo.
La renovación sólo se asignaría en un fallo del sistema ajeno al individuo.
Y, claro, no fue así.
– No dejes de mirar. Te dices. –
Y ahí estás, con los ojos muy abiertos, tomando notas de quienes cuanto más ruido hacen, más eco suena en el lugar donde, el vacío se hace más y más grande. En la inteligencia. O, lo que es lo mismo, en su ausencia. Porque no todos los cerebros, agotan su garantía de buen uso. Ya se sabe, no es lo mismo tener razón que llenarse de razones, por ruido que hagan.
Un ruido lo despertó. Venía de fuera, de la calle. Ya era de noche. Llevaba demasiado tiempo siendo de noche, pensó. Aunque, lo cierto era, que el tiempo había dejado de contar, o ¿era al revés?
No lo sabía. Tampoco parecía importarle. Sin embargo, aquel estruendo lo sobresaltó. No podía levantarse a mirar. La ventana estaba a metro y medio. El ruido seguía. Trató de incorporarse. Le costaba respirar. Tanto, como saber qué ocurriría ahí fuera.
Fuera, pensó. Al otro lado. Allí donde una vez vivió, donde sucedía todo. No quiso recordar más de la cuenta. Total, para qué. El mundo se había reducido mucho, demasiado. Se había encogido tanto que sólo existía lo que pasaba allí, en esa habitación blanca. Miró sus manos, llenas de arrugas y manchas. Las uñas amarillas. Las manos que una vez, fueron fuertes y trabajadoras. Ya no. Sólo le servían para rascarse y apretar un botón. A veces, ni eso.
El ruido seguía. No era como el murmullo que solía llegar del pasillo, no. Era distinto.
Hubo un tiempo, hacía muchos años, que los ruidos sembraban terror. Ya no tenía miedo. Quizás, porque se convenció de no sentir nada. Y así fue desde que atravesó el quicio de la puerta blanca, aquel umbral que era puro tránsito.
Pero entonces, aquel ruido constante lo despertó. Y por una vez, no sintió miedo, sólo curiosidad. Curiosidad como, quizás, no había tenido en años. Porque, sabía, que, siendo curioso, no se dejaría ir. Porque, en el fondo, ¿qué le quedaba por ver?
Hacía mucho tiempo que ya no se hacía preguntas. Que dejó de aceptar visitas. Que aquellas que oía al otro lado del pasillo dejaron de ir a verlo porque siempre que lo hacían, se daba la vuelta. Hacía mucho tiempo que decidió morirse en aquella cama blanca y aséptica, olvidándose de quien fue, de quien, ya no podría ser.
Sin embargo, aquel ruido no cesaba. Entonces, creyó reconocerlo. No entendió nada. No fue miedo, fue curiosidad lo que sintió, y estiró el brazo. Sabía que no podría llegar a la ventana. Llevaba años abandonándose. Pero sí llegó al botón. Lo pulsó.
Una enfermera apareció asustada en su habitación. Lo miró con gesto de pánico.
¿Qué ocurre?
Ella sonrió. Aunque él no pudo verlo. La mascarilla ocultaba su boca. Acercó sus manos envueltas en látex y lo ayudó a incorporarse. El ruido no dejó de sonar. Llevaban varios minutos, pensó ella. Trató de disimular su emoción al otro lado de sus gafas. Trato de no acercarse demasiado. Muchos protocolos y muchos nervios. Abrió la ventana. Y él, por fin, pudo asomarse y ver qué era el ruido. Eran aplausos. Entonces, sí sintió miedo, quizás porque aquel ruido lo devolvió a la vida durante unos minutos, porque la curiosidad lo arrancó de una muerte anunciada. Sintió miedo porque, de nuevo, se supo vivo. Sin embargo, no hubiera cambiado ni un solo segundo de aquel aplauso que, después de tanto tiempo, le hizo recordar qué era emocionarse. Aunque no supiera a qué se debía, ni qué estaba pasando. Tampoco importó, pensó. Y ella, vio una leve sonrisa de alguien a quien, segundos antes, creía que habían perdido tiempo atrás.
Texto inspirado durante los aplausos de hoy en lo que sucede al otro lado de la ventana de la residencia frente a mi balcón. Mi humilde homenaje a los sanitarios que nos salvan y nos sostienen. GRACIAS.
Es la piel ese órgano mudo que decide qué vestir, qué tocar o cómo dejarse acariciar. Por dentro y por fuera. ¿Acaso no se elige con especial mimo aquello que roza la intimidad? Con las emociones, el cuerpo y sus prendas, lo mismo. Sentir el tacto de los enamoramientos textiles, la seda, el tencel, el cashmere… que ocurren como ríos entre las piernas en tardes de estío, cuando el calor aprieta y las humedades se anhelan. Cuando la piel negocia dónde quedarse, dónde regresar. Donde Bernini y su Nilo se cuela en los despertares a deshoras y atraviesa como una caricia imprevista, vistiendo de pulido mármol sin juicios ni duelos, con los ojos vendados, ahí donde se alimentan el resto de los sentidos despiertos, agitando la piel, dejándola sentirse más allá de un cuentito de verano.
El misterioso caso de los lunares cambiantes.
Ella creció como sus lunares, en constante movimiento. Fueron dibujándose sobre su piel esferas perfectas, cuadrados incluso, alguna pirámide atravesó su muslo izquierdo. La llenó de misterio, el mismo que envolvía a aquellas que viajaban despiertas y soñaban a gritos. Así era. Se llenaba de despertares, tantos como desvelos.
Mientras, escribía historias que tejía a dos manos, las mismas con las que arañaba aquellas maletas. ¡Y cómo pesaban, las condenadas! Tanto o más que en enero; iban pasando los meses y el cansancio se dibujaba en esa brisa que anunciaba el verano en una primavera que se resistía a marchar.
Una tarde, después de repasar uno a uno esos rincones privados de su piel, descubrió que los años desdibujaron la pirámide de su muslo izquierdo. Allí donde alojó tanta magia se había convertido en una extraña constelación. Se borraron dos de sus vértices y a cambio, se deslizaron creando la cola de un cometa despistado. Se rompió el equilibrio, pensó. Quiso dibujarlo de nuevo, o quizás, barrer un poco de su piel, por si aparecía de nuevo. Tatuarse no era una opción, perdería la frescura de la sorpresa, no sería más que un artificio y ya habitamos suficientes, creyó.
Fue recorriendo su cuerpo y descubrió que sus esferas dejaron de ser perfectas y acabaron por ahuevarse como si se hubieran achatado por los polos. No buscó más. No siempre apetece darse un golpe contra la realidad. Dejó pasar aquella noche y a la mañana siguiente no pudo evitar mirar. Primero regresó a su muslo y aquella extraña constelación seguía igual. Las esferas perfectas se perdieron para siempre para convertirse en un planeta algo deforme.
Pasaron los días y ella, poco a poco, fue olvidando aquel mapa que una vez creyó que era su piel. Dejó incluso, de mirarse, de encontrarse.
Sin embargo, llegó el verano, porque las estaciones no cambian, o no deberían, al menos no se detienen. Con el estío, los vestidos de vuelo, las faldas. A la brisa siempre le gustó jugar con ellas. Y lo hizo, claro que lo hizo, hasta que de su piel creció una nueva galaxia, allí donde las estrellas no eran perfectas, ni las constelaciones impecables, ni los planteas esféricos, aquel amasijo de formas improbables, se convirtió, contra todo pronóstico en una preciosa realidad de constantes móviles, tan contradictorias como reales, tan volátiles como imperfectas. Y así, con aquellos lunares que aparecieron y desaparecieron, encontró la ruta de vuelta a su planeta de donde regresó, muchos, demasiados olvidos antes, y lo hizo, siguiendo aquel mapa que nació de su piel.