Y allí, se abrían puertas y ventanas. También se escuchaba música. Se aprendían palabras.
Mamá ¿qué significa concupiscencia?
Míralo en el diccionario.
Quizás aquellos días, fueron, sin saberlo, el germen de estos textos. Y el diccionario era otra ventana abierta, como la música. Todo un universo por explorar, por descubrir, entre palabras y melodías.
Fue así como me acerqué a la poesía: a ciegas, sintiendo palabras que no entendía pero que sonaban bonitas.
Y con los años, y la vida, aprendí a entenderlo.
Se me agarraron sus letras. Y echaron raíces. Aún hoy crecen.
Aunque lo hagan en silencio, están ahí. La concupiscencia secreta de tu alma…
Ahora el jazmín huele a muerte. Aunque vuelva la primavera.
Se desenredan canciones, son recuerdos, hogar, también familia.
La canción de mis padres, la primera que aprendí, las que llegaron con el desamor, o las que crecen en la piel. Todas ellas. Son voraces. Irreverentes. Sin piedad.
Se dibujan en este silencio donde queda la música de un trocito enorme de mi infancia.
Aute fue ventana abierta.
Fue más que música y poesía.
Fue el vuelo de un cometa, de estrellas fugadas que brillan como una enorme luna llena.
Fue el regalo de la imaginación y la sensibilidad.
Fue el sentido común y el sentido del humor.
Fue anhelo, deseo y ternura.
Y esa ventana, siempre estará ahí, abierta, dejando volar al cometa, libre y lúcido sin que cunda el desánimo. Arañando el polvo, porque desde ahí, también se escribe, sin convertirse en elegía, tan sólo, dos o tres segundos de ternura.
Gracias por tanto.
BSO. CD Mano a Mano. Aute/ Silvio.
Anda.
Las cuatro y diez.
Dos o tres segundos de ternura.
Queda la música.
Sin tu latido.
La belleza.
Y otras tantas que marcaron mi infancia, mi adolescencia y mi presente. Pero sobre todo, mis letras, los textos que alimentan besan mi boca.
Aún recuerdo con cierta nostalgia las cajas de flores en las que guardábamos fotos antiguas. Aquellas que conservan pliegues en los bordes, el color sepia que destiñó. Cajas que se almacenaban en lo alto: de estanterías, de armarios, de la memoria. En esos rincones donde se salvan trocitos dispersos, una carta, un instante, una canción que sonaba cuando se tomó la fotografía. De todos ellos ¿qué pondrían a salvo?
Hay en Madrid un lugar que es un tesoro. Pero schhh, guarden el secreto. Porque así, cuando se descubre, se siente la emoción de los arqueólogos en un templo. El Instituto Cervantes recibe a sus visitantes por una puerta lateral, dejan tranquilas las miradas congeladas de las cariátides. Siempre en guardia, siempre asomando. Y una vez dentro, bajando las escaleras se descubre en un lateral, la que fue una cámara acorazada, el rincón sagrado. Una enorme puerta redonda que da paso a la más poética caja de caudales: la de las letras. Cuentan que allí Berlanga guardó un guión inédito. Conviven legados de García Márquez, Pizarnik, Herralde y Eduardo Mendoza, entre otros. Allí se guardan letras. Cápsula del tiempo, de memoria y de cultura.
Pero una noche de otoño, la tormenta fundió los plomos y con ellos, la seguridad. Los robos suceden como en un truco de magia, cuando todos miran a otro lado. Y así, con un disfraz de normalidad, un ladrón robó las palabras de aquellos que pusieron voz a la historia. Su linterna alumbró las pequeñas celdas metálicas, y con su ganzúa y habilidad, fue guardando en el zurrón parte del pensamiento y de la curiosidad. La que abre cerrojos, y cierra límites infinitos. Palabra a palabra, se llenó la noche de silencio.
Aquel ladrón las arrastró como un fantasma escaleras arriba, para acabar trepando, después de tanta pirueta muda, lo devolvieran a la calle Alcalá, confundiéndose entre otros. Hubo palabras que se enredaron en las paredes, otras se camuflaron en los muros convertidas en pintadas que los servicios de limpieza no pudieron borrar. Pero también hubo otras, más temerosas, que no consiguieron zafarse del zurrón del ladrón, quien no sabía que aquellas que vieran la luz antes de la fecha prevista, podían desintegrarse como el rostro de Eurídice cuando Orfeo se giró para mirarla. Como los deseos intocables, ésos que no se pueden retener. Y lo fueron haciendo, menos las que quedaron estampadas en la calle, a la vista y disfrute de todos, aquellas valientes que saltaron a tiempo.
Imaginen, imaginen aquel nuevo amanecer sin los términos que se esfumaron la noche anterior, sin poder hablar del cuchillo ¿con qué iban a untar las tostadas, a cortar los filetes o acuchillar en las novelas? Y así, poco a poco, fueron desapareciendo todos aquellos objetos cotidianos que no se podían nombrar.
“Lo que no se nombra no existe”
George Steiner.
El ladrón pudo ver las noticias en un bar en el que peleaban los -malos- olores a frito por destacar debido que otra baja había sido la palabra campana y la extractora también se vio afectada al dejar de estar. Así fue paseando por una ciudad mutilada, no sólo de nombres, también de verbo, incluso, de pensamiento. Pero como él aún las recordaba, garabateó en su libreta de hurtos aquellas caídas en la madrugada que dejó muda a la lengua.
Regresó al refugio y observó los cadáveres del diccionario, aquellas que de no ser por su avaricia, no hubieran sido ni polvo ni cenizas. Trató de dibujar sus grietas, de desenredarlas, de desdibujarlas e incluso de recorrer a la inversa el camino andado. No funcionó. Sin embargo, en su memoria seguían escritas, fue el último en verlas con vida, era el único que quizás, las recordara. Y así, una a una, se dedicó a escribirlas por las calles de la ciudad, para que no sólo fueran suyas. Llegó el anochecer y el tesoro del Cervantes seguía amputado. Aquella noche no se fundieron los plomos, pero consiguió saltarse una vez más las medidas de seguridad. Era su oficio, y era bueno porque verdaderamente le gustaba. Y así, fue devolviendo por primera y única vez el tesoro que había secuestrado: reescribió las palabras con el mismo amor de quien alumbra una idea.
Cuentan que, al terminar, escuchó un ruido y al girarse, era la sombra de Eurídice que, cual Caronte, le pasó el testigo y acabó por ser el fantasma que velaría el resto de noches de tormenta de todas las palabras perdidas. Las que aquel ladrón lector quiso sólo para sí. Aquellas que prefirió salvar del olvido.
Y como se guardaban fotografías en los altos, también se esconde memoria en todas las palabras que nos habitan.
Afortunadamente todo esto no fue más que un pensamiento, pero ¿qué sería de nuestro mundo si nos robaran las palabras? ¿la capacidad de imaginar? ¿Y la de pensar? ¿Cuáles pondrían a salvo?
Las mías:
Improbable.
Atraversar (atravesar con versos).
“La imaginación es parte fundamental del cambio hacia un mundo igualitario”
Siri Hustvedt.
Gracias Getafe Negro, Lorenzo Silva e Instituto Cervantes por un momento tan mágico que disparó mi imaginación.