109. Patrones y contradicciones.

patrón, na

Del lat. patrōnus; la forma f., del lat. patrōna.

1. m. y f. Defensor, protector.

2. m. y f. Santo titular de una iglesia.

5. m. y f. señor (‖ persona a la que sirve un criado).

7. m. y f. Persona que manda un pequeño buque mercante o una embarcación de recreo.

8. m. Modelo que sirve de muestra para sacar otra cosa igual.

10. m. Planta en que se hace un injerto.

cortado, da por el mismo patrón

1. loc. adj. Dicho de una persona o de una cosa: En la que se advierte gran semejanza con otra.

6. m. y f. patrono (‖ persona que emplea trabajadores). patrono, na

Del lat. patrōnus ‘protector’; la forma f., del lat. patrōna ‘protectora’.

1. m. y f. Persona que emplea trabajadores.

2. m. y f. Amo, ama.

3. m. y f. Dueño de la casa donde alguien se hospeda.

4. m. y f. Miembro de un patronato.

5. m. y f. Defensor, protector, amparador.

8. m. y f. Santo elegido como protector de un pueblo o congregación religiosa o civil.

9. m. y f. Señor del directo dominio en los feudos.

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No se nace mujer, se llega a serlo”.

Simone de Beauvoir.

Patrones. De todas las formas, colores y tallas. Propias, pero también ajenas.

De niña a mujer se pasa por infinidad de tallas, muchas de ellas, equivocadas. O simplemente intrusas, inadecuadas para nuestro cuerpo, para nuestra mente.

¿Qué ha significado ser niña para mí?

Otras cumplían perfectamente con su papel: sonrisas y vestidos. Y de mayores, una aspiración incuestionable: casarse y ser mamás. Ser agradables. De agradar. De complacer. Y eso, es el germen de futuras mujeres. De futuras frustraciones.

De aquellos barros, estos lodos. Ahora parece que nada de aquello nos define. Está de moda decirlo. Como si fuera un logro vivir en una indefinición constante. Que no nos definieran patrones clásicos, no significa que no fuéramos quienes fuimos, a nuestra manera.

A mí, de pequeña no me gustaban los vestidos. Quizás no fuera una elección, sin embargo, sí hubo otras decisiones que fueron calando en mi identidad.

¿Qué era entonces ser niña?

Yo ya jugaba a inventar historias. Aunque aún no las escribiera. Exploraba, construía casas con ladrillos, llenaba de tierra mi hormigonera, daba velocidad al tren, a los coches y jugaba a ser mil personajes. A veces, también era princesa. Pero no por sistema. No porque fuera chica. Aunque tuviera una cocinita, muchas muñecas y adorara el rosa.

Quizás, por encima de todo, era curiosa. Miraba más allá. Espero seguir haciéndolo. Porque ese rasgo sí me definió. Era más aventurera que ahora, sin duda. Incluso, tiraba con arco. Poco a poco, el mundo me enseñó lo qué se esperaba. De los niños y las niñas. Y yo quería escribir. Investigar. Y pensaba, pensaba mucho. Pero lo intelectual se asocia aún hoy a lo masculino.

Así, quizás, empecé a saltar de patrón en patrón. Tanto que, en la escuela trataban de ponerme etiquetas, patrones, frente a lo desconocido. Fui tantas cosas sin ser ninguna. Y así, la niña buena fue calándome. Para encontrar un lugar. Aunque no fuera de mi talla. A veces me apretaba y otras, me quedaba grande.

Síndromes hay de muchos tipos, formas y colores. Y lo que muchos veían como rebeldía, se tradujo para mí a ser una niña buena. La búsqueda de agradar a los demás, a quienes tiene miedo de decepcionar. La dificultad para decir que no o rechazar planes. La culpa cuando no se complace a otros. Y de tanto seguir las reglas, otros patrones crecieron, aunque fuera en contra de los deseos. Los propios. Así como medirlo todo, en particular, las palabras, aquellas que tienen el poder de herir al otro.

Más moldes. Más costuras. Más sutura. Y más germen de futuras mujeres.

Durante mi adolescencia me costó encontrarme con mi feminidad, quizás por aquello de todo lo que adolecía.

¿Qué significaba ser mujer para mí? ¿En quién quería convertirme?

Ésa fue siempre la cuestión. Aún lo sigue siendo.

Judith Butler amplía la mirada. Ser mujer no necesariamente tiene que ver con la biología. La expectativa relacional entre el sexo y el género es cultural. La discriminación siempre está ahí, para señalar lo que corresponde. O no. Los géneros también se aprenden. Y pueden llegar a constituirnos.

La mujer no existe; existen las mujeres de una en una.

Jacques Lacan.

Yo no era ellas. Ni aspiraba a serlo. Fui aprendiéndome deshaciendo patrones ajenos. Individualmente. Escuchándome. Aunque la discriminación siguiera ahí, a la sociedad le incomoda todo aquello que no conoce, o que no sabe controlar. Aunque quiero pensar, que cada día, se van erosionando esas viejas ideas talladas en la piedra.

Desaprendí patrones incómodos que no fueron nunca mi talla, me fui moldeando. Pero sin perder de vista la niña que jugaba a inventar historias, que no dejaba de mirar más allá. Por preguntona que fuera. Todo eso, bregando con las contradicciones. Que las hubo. Muchas. A borbotones. Las sigue habiendo. Y sí, aún creo que nuestros errores, nuestras decisiones, lo que hacemos con ellas, nos define. Porque, si no lo hacen ellas ¿qué lo hace?

Se me fueron llenando las costuras de mis cicatrices. Quizás viceversa. De todo lo que empujaba por resistir, dentro y fuera de mí. Aquellas puntadas invisibles, fueron creando tejido. El de muchos de mis vestidos. A los que, con los años, me acerqué. Y sin aparente sentido, sucedió la reconciliación con mi ser femenino. Con el que convivir a diario, ajena a patrones, a tallas, a gramajes que no fueran los propios. Porque, después de todo, será con mi piel con la que conviviré a diario. Y así es como llegué a ser mujer. Rasgándome las vestiduras, deshaciendo hilvanes ajenos y rompiendo patrones que no eran míos. Dejando de ser esclava de la mirada del otro -aún estoy en ello- para liberarme de amos de mí misma.

BSO. Agnes obel. The curse.

83. Asperezas.

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aspereza

 

  1. f. Cualidad de áspero.
  2. f. Desigualdad del terreno, que lo hace escabroso y difícil para caminar por él.

 

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  1. loc. verb. Conciliar y vencer dificultades, opiniones, etc., contrapuestas en cualquier asunto.

 

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Infinito. Ahí donde se guardan los tiempos duros, mientras duran. A veces, se acumulan asperezas que rozan en:

  • Cuello.
  • Manos.
  • Talones.
  • Ideas.

Otras, en cambio, se desnudan como reverberan las llamas, los sonidos, los misterios. Las manos ásperas forman parte de la continua escalada, del oficio: los tejidos y sus acabados. Son el esparto, la rafia, el yute… donde se nos enredan los veranos, que anticipan las primaveras. Y dejando volar la imaginación, pienso en las fibras como si de estratos se tratara, fueron terreno abonado para el recuerdo, que erosiona el estío de la infancia, aquel paraíso perdido que huele a atardecer sobre el mimbre, a esparto mojado.

Hoy, las manos secas acarician cestas de paja, los talones al aire y cuellos al descubierto son música se nos engancha como piedra sin pulir, tejido sin acabar, como las fibras que ahora son trendy, vanagloria de abuelas ajenas a estos vaivenes de tendencias que se deshacen antes que las mareas. Destacan:

  • Esparto: forma en la que se conoce en España a fibras obtenidas de diversas plantas silvestres de la vegetación de los ambientes esteparios ibéricos del grupo de las gramíneas. Son el esparto propiamente dicho, o atocha (Stipa tenacissima), como el esparto basto o esparto de Aragón o albardín (Lygeum spartum). Su industria ha sido parte importante de la economía de muchos pueblos de la península hasta quedar relegada a un uso decorativo con la llegada del plástico. Aplicaciones:
    • Elaboración de sogas, alpargatas, cestos y estropajos. Se puede hacer de forma artesanal o por máquinas caseras.
    • En el ámbito de la construcción, se usa para armar la escayola (gran resistencia a tracción).
  • Rafia: hilo grueso de fibra sintética o natural, obtenido del polipropileno (PP) trenzado. Recibe su nombre de la «rafia natural», una especie de palma de África tropical -Madagascar- del género Raphia, de grandes hojas pinnadas y frutos elípticos. Destaca por:
    • Usarse en la industria del cordado y en la textil como materia prima en sustitución del yute.
    • Es reutilizable por su gran resistencia y durabilidad por lo que es un buen soporte para bolsas y fundas, no se deforma y tiene una vida útil larga.
  • Cáñamo: fibra que proviene de la planta Cannabis cuyos usos puede ser textiles. Resistente. Se puede hablar de la utilidad del cáñamo, entre sus usos encontramos:
    • Fibras textiles de gran resistencia. Ligero.
    • Semillas y aceites ricos en grasas (incluyendo omega 3) y proteínas (un 34 % aproximadamente). Aplicaciones medicinales y cosméticas de aceites.
    • Combustibles ecológicos (biocombustibles), lubricantes y bioplásticos.
    • Materiales de bioconstrucción resistentes.
    • Celulosa para papel.
    • Materiales aislantes, piezas plásticas y textiles para automóviles de la marca Audi y BMW, entre otras.
    • Marihuana; su producción y consumo es legal en algunos países.
  • Yute: la fibra natural obtenida del tallo de la planta homónima cultivada en zonas tropicales. Menos resistente y más frágil que el lino o el cáñamo, pero se hila por el mismo procedimiento que las anteriores. Sus fibras un color blanco-amarillento; se pueden blanquear y teñir. Se usa para: tejer arpilleras para sacos, embalajes, cinchas y cordelería. También se produce gran cantidad de esteras, tapices y tejidos para alfombras y linóleo.

 

 

 

 

Fueron aquellos pasos los que limaron las asperezas de alpargatas de esparto, las que se atravesaron sobre arpilleras de yute, en un terreno que quizás arañe como la piel de dragón que dibuja verticales en las rocas y efímeros en los sueños. Y así, me dejo llevar por este impulso textual que nace de las grietas, de los surcos, por donde cruza la primavera y brotan las flores salvajes, tan delicadas y ásperas como la voz de un blues.

 

A mi padre.

Por la música, la memoria y la palabra. En órdenes y desórdenes dispersos: irreverentes, como el pensamiento.

Fotografías. Zumaia, Flysch Mayo 2019.

BSO. Hard Times, John Lee Hooker.

 

76. Revival.

 

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Revivir.

Del lat. revivĕre.

 

  1. intr. resucitar (‖ volver a la vida).
  2. intr. Dicho de quien parecía muerto: Volver en sí.
  3. intr. Dicho de una cosa: Renovarse o reproducirse. Revivió la discordia.
  4. tr. Evocar, recordar. Revivió los días de su infancia.

 

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Dícese de aquello que se creía muerto y enterrado.

¿Se convierte así la moda en un fantasma?

Quizás, quizás, quizás.

Al menos, como poco, en la no muerta, ni viva, sino a veces, todo lo contrario y viceversa.

En lo que la inspiración impone y las musas se trabajan, se reviven accesorios extintos en lo que se dio por llamar buen gusto, para regresar caiga quien caiga.

Estamos ante un nuevo ciclo de revivals.

Ya fue el momento de las mallas, leotardos, fuseaux transformados en leggins.

Fueron las hombreras, los colores flúor, los cardados y las riñoneras el leitmotiv de mi infancia. Fuimos muchos los que crecimos en los años ochenta que tantos parecen añorar, ¡ay, qué dulce y peligrosa es la nostalgia que difumina tantas verdades!

 

Cuentan que a veces se diluyen los malos recuerdos, que incluso se borran. Hay quienes creen que sólo se valora lo que se ha perdido. Tremendo. ¿Será consecuencia de delegar las elecciones? ¿De no aceptar y luchar en las realidades, quizás?

A veces hay fantasmas que arañan el presente hasta que se aceptan que formaron parte de un pasado, quizás sean aquellos los que no nos nieguen el reflejo del espejo, quienes formen parte de una memoria subjetiva y coherente.

Ser consecuente es delicado, sin duda.

Serlo cuando existen subjetivivades en juego, aún más.

Pero ¿no es justo la integridad decirse la verdad a uno mismo y la honestidad al resto?

Asumamos que las decisiones pueden no ser las correctas, pero son las nuestras.

Las de elegir una riñonera -ojo, Fanny pack o belt bag acabaremos por llamarlas en el sector que respira snobismo, ya lo estamos viendo y viviendo-, incluso las de equivocarnos descartando que las diademas de la infancia, las anchas de terciopelo, las intermedias con púas como dientes, las finitas que apretaban la sien o peor aún, que las pinzas para el pelo, que tantas veces imaginé con voraces dentaduras, ahora descubro cuyo nombre también parece un recuerdo de la época, pinzas piraña, tan cómodas para el hogar, sean Street style, o lo que es lo mismo, estilo callejero.

 

Sin anhelos reprimidos, entra en escena uno de mis peores enemigos textiles de la infancia: el buzo, digo verdugo, porque no somos, ni pretendemos, Audrey Hepburn, aunque se añore su clase, su elegancia y su humor en nuestros modelitos invernales, o al menos, otoñales, que parecen ansiosos de salir, por fin, de nuestros armarios, vestidores o guardarropas.

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Recuerdo aquella prenda con el sudor de la respiración, que no siempre era lo nasal que debía, gracias a las vegetaciones que patrocinaban los muchos resfriados de mi infancia, y el picor de una lana que estaba muy lejos de tener la suavidad del cashmere.

Era final de los años ochenta, principios de los noventa.

Lo que entonces ocurrió, allí quedó, con unas libertades hoy diluidas, con un humor tan negro como los ilimitados signos de la censura permitían, y, sin embargo, despiertan a la bestia estilística de entonces, las hombreras me permitan, para emularse cual espíritu de un recuerdo, la sombra del guardarropa que fue.

¿Será el verdugo el indispendable -o must– de la temporada?

Cuyo nombre irreverente, fue antifaz del pseudo héroe de a pie que hoy se convierte en fetiche aspiracional. Así funcionan las modas y los fantasmas. Dicen que las pasarelas se han vuelto políticas cuando las calles se llevan de medios de comunicación.

Sálvese quien pueda, decían.

¿Qué será lo próximo?

¿Agentes textiles en patinete?

Todo se andará, y sino, “se hace camino al andar”.

 

Pd. Perdonénme este delirio transversal, a veces se necesita vaciar la mente, dejarse llevar por el tac tac de las palabras diseccionadas sobre el teclado después de días de cambios.

Y así, rodada de tanto revival, me recuerdo -Amanda, la calle mojada, en una infancia y una adolescencia que me trajeron hasta aquí.

Hasta el Día de las escritoras 2018.

Hasta Joan Báez.

Disfruten del otoño, de la lluvia y ¿por qué no? de la nostalgia, que con moderación, sabe dulce.

 

72. En pijama.

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pijama

Del ingl. pyjamas, este del hindi pā[e]ǧāma, y este del persa pā[y]ǧāme ‘prenda de pierna’.

 

  1. m. Prenda para dormir, generalmente compuesta de pantalón y chaqueta de tela ligera. En algunos lugares de Am., u. t. c. f.

 

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El pijama sabe a mi infancia.

A cuando mi cama volaba y viajaba de noche.

A cuando me dormía entre canciones y cuentos.

 

Pijamas hubo muchos, los que siguieron a mi niñez, incluso salieron de mi cama para ver la luz de la luna, la del sol.

Aquellos que volaron conmigo, por fin encuentran su lugar en las tendencias que asaltaron pasarelas que anticipaban una primavera relajada -o eso dicen las revistas- que yo definiría más bien como convulsa, donde los tejidos más o menos guerreros, más o menos lenceros dibujan siluetas.

Las mismas cuyas composiciones revelan sueños desiertos, incluso despiertos; a saber, el algodón, la viscosa y con suerte, el tencel, incluso el lino y la seda (a evitar el poliéster para una prenda que puede ser íntima, o no).

 

Y de los recuerdos; la infancia y las bengalas, ahí donde el textil se mezcla con otras tramas, las que alimentaron noches de verano hasta rematar los años 80.

Los pijamas estaban compuestos por:

  • Flan.
  • Nata montada, mucha nata montada.
  • Helado variado.
  • Almíbar de melocotón y/o piña al gusto.
  • Fresa/ frambuesa.
  • Barquillo.
  • Decorados alegremente por sombrillitas y una bengala.

Sí señoras y señores, un postre con bengala. La misma que iluminó a muchos desde los años 50 hasta los 90.

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Todo empezó en Barcelona, 1951 con el desembarco de la Sexta Flota marina de Estados Unidos. Los americanos, no sabemos si ya eran recibidos con alegría, atracaban en puerto barcelonés y se dejaban el parné estadounidense en la zona, donde estaba y se mantiene el restaurante Les 7 Portes. Los oficiales pedían de postre Peach Melba, cuya creación venía del norte de los Pirineos por el chef Auguste Escoffier en 1892 como homenaje a Nellie Melba, la también llamada soprano de melocotón.

La receta compuesta de helado de vainilla, melocotones y salsa de frambuesa, comenzó a ser muy demandado y en respuesta a la demanda extranjera del original Peach Melba que no estaba en la carta, se creó el “pijama” cuyo nombre se tomó por el parecido fonético del original y se convirtió en receta local, según cuenta el actual director del 7 Portes, Francesc Solé Parellada, nieto de su autor.

Y así, se extendió como la pólvora, desde la costa hacia el interior, el precedente de los surtiditos variados de postres, que hoy parece relegado al olvido.

Pero no desesperen, dicen que todo vuelve, como el gin tonic, el vermouth o el bitter, como las relajadas tardes en boga-boga mariñela– de esta primavera, tendencia que hubiera hecho las delicias de la Gabrielle Chanel más reivindicativa por la comodidad y la libertad de movimiento.

¿Viviremos la -otra- renovación del pijama?

¿Quién iba a pensar que llegáramos a este entramado de textil y memoria del paladar?

Mientras, se renuevan los clásicos como improbables volátiles…

 

 

71. De cuento.

Imagen de http://garandaromero.blogspot.com.es/2013/07/minimundos.html

 

Cuento1

Del lat. compŭtus ‘cuenta1’.

 

  1. m. Narración breve de ficción.
  2. m. Relato, generalmente indiscreto, de un suceso.
  3. m. Relación, de palabra o por escrito, de un suceso falso o de pura invención.
  4. m. coloq. Embuste, engaño. Tener mucho cuento. Vivir del cuento.

 

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A mi madre,

la mujer que me hizo creer y amar los cuentos.

 

Todo un universo dentro de una escasa definición.

Recuerdo mi niñez llena de historias, las que me contaba mi madre antes de dormir, que me hicieron soñar a lo grande, las que, quizás, me trajeron hasta aquí.

Cuentos, a veces, salvajes, como Barba Azul que nos atravesó a las dos en el pasado y me encontró de nuevo hace apenas mes y medio.

Busqué la versión de Ferrándiz de 1961 tan manoseada y dibujada en mi infancia y descubrí un final tremendo:

“Realizó un buen casamiento. Encontró un marido atento que la ayudó a hacer el bien. Y recordando el tormento que sufrió como escarmiento, y ya nunca más fue una esposa desobediente y curiosa”.

Barba Azul Ferrándiz

 

Regresé a Barba Azul con la distancia necesaria para encontrar un planteamiento llamativo: contaba Perrault que era rechazado por el color de su barba. No porque fuera sanguinario, no porque desaparecieran sus mujeres.

Barba Azul, ahora lo sé, se convirtió en un cuento síntoma.

 

Amélie Nothomb, cuya biografía parece un relato más (infancia en el lejano oriente, aderezado con raíces belgas), digiere el clásico para tejer un universo propio: sin prejuicios.

Humana y literaria, lúcida y ácida, alimenta un particular juego de puertas; las abiertas y aquellas que se teme y se desea abrir con la misma intensidad, las que anticipan monstruos en la oscuridad, inteligentemente guardados sin llave, cuestión de confianza.

 

La premisa; París, presente indefinido. Saturnine Puissant, joven belga, se presenta a una entrevista para un coninquilinato lleno de ventajas. Encuentra a Elimiro Nibal y Mílcar, grande de España, hasta las entrañas, inspirado en el Gran Duque de Alba (Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel), con cierto encanto, literariamente hablando.

De todas las mujeres aspirantes, Don Elimiro se decanta por la joven, a quien parece no impresionar la reputación que arrastra de desaparición de ocho mujeres y que agita la curiosidad de las candidatas; la misma que alimenta la trama desde tiempos de Perrault 1697, como moscas a la miel, no así a la candidata belga.

La única prohibición: entrar al cuarto oscuro donde se revelan secretos y fotografías cuya entrada tendrá consecuencias.

A partir de aquí: la curiosidad -femenina- versus el derecho al secreto.

 

La curiosidad, históricamente denostada, ha sido sin embargo la causa de avances, de nuevas miradas, incluso de cierta inteligencia intuitiva.

¿Acaso tiene género?

En este caso, la ácida mirada de Nothomb la conjuga en esta intimista investigación de la joven belga sin perder un gramo de surrealismo hambriento. Hambriento, sí, como la curiosidad que bate hasta hacer tortilla, mientras trama una fábula tan apetitosa como sugerente, sin avergonzarse ni disculparse con todos los ingredientes de Elimiro, culto seductor, maniático, de obsesiones teológicas arraigadas, tráfico de indulgencias y todo agitado con mucho, mucho huevo.

A la mesa, Saturnine, comparte asiento con Tánatos, que planea como un invitado más, observador del duelo dialéctico de digestiones lentas, donde se disponen: alimentos como herramientas de cambio; “la cocina es un arte y un poder”, la atracción masoquista femenina hacia el seductor protagonista “el miedo forma parte del placer” y el amor.

Un amor como proceso de transformación, no idealizado, descarnado, el que Elimiro construye tejiendo ausencias, quizás decepciones, las que coloreó sin sustituir las consecuencias de sus duelos, amando sus secuelas.

El de Saturnine que parte de su rechazo (“¿Tan pronto? ¿Y por tan poco?”), se alimenta a la sombra del lujo que rodea a Elimiro, que cual alquimista, convierte la seducción en civilización; de alimentos en la cocina, de tejidos en la confección para una mujer que se ve obligado a inventar en su búsqueda de “la frontera entre la amada y uno mismo”.

 

“Pensar un vestido para un cuerpo y un alma, cortarlo, juntarlo, es el acto de amor por excelencia”. “Cada mujer exige una ropa distinta. Se requiere una atención suprema para sentirlo: hay que escuchar, mirar. Sobre todo no imponer los propios gustos. Para Émeline, fue un vestido de color de día. Ese detalle del cuento Piel de asno la tenía obsesionada. Faltaba decidir de qué día se trataba: un día parisino, un día chino ¿y de qué estación? Dispongo aquí del catálogo universal de los colores, taxonomía establecida en 1867 por la metafísica Amélie Casus Belli: un compendio indispensable. Para Proserpine, fue una chistera de encaje de Calais. Me dejé las cejas confiriéndole a tan frágil material la rigidez adecuada, pero también la capacidad de escamoteo que exige este tipo de sombrero. Me atrevo a decir que lo conseguí. Séverine, una sévrienne algo severa, tenía la delicadeza del cristal de Sèvres: creé para ella una capa catalpa cuyo tejido tenía el sutil azul de la caída de las flores de ese árbol en primavera. Incardine era una chica de fuego: esa criatura nervaliana merecía una chaqueta llama, auténtica pirotecnia de organdí. Cuando se la ponía, me incendiaba. Térébenthine había escrito una tesis sobre el hevea. Pinché un neumático para recuperar la dúctil sustancia y poder realizar un cinturón-corpiño que le confería un porte admirable. Mélusine tenía los ojos y la silueta de una serpiente: completé su figura con un vestido tubo sin mangas, de cuello alto, que le llegaba a los tobillos. Estuve a punto de aprender a tocar la flauta para encantarla cuando se vestía así. Albumine, por motivos que no creo que deba explicar, fue la razón que me llevó a concebir una blusa cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido: una auténtica gorguera. Soy partidario del regreso de la gorguera española, no hay nada más apropiado. En cuanto a Digitaline, de venenosa belleza, inventé para ella un guante medidor. Unos largos guantes de tafetán púrpura que ascendían hasta más allá del codo y que gradué para ilustrar el adagio latino de Paracelso “Dosis sola facit venenum”: sólo la dosis hace al veneno.”

El amor es una cuestión de fe, ésta es una cuestión de riesgo

Ponemos a prueba lo que amamos. Elimiro.

Uno protege los que ama. Saturnine”.

 

Y en ese rincón entre las dos miradas del amor, dispares, incluso lejanas, ambos se encuentran en un rincón habitado por el color dorado, el mismo que agita las contradicciones de la belga en cada copa de champagne, suerte que invade al resto de sentidos en su enamoramiento bizantino, pura sinestesia.

 

“¿Qué es el color? El color no es el símbolo del placer, es el último placer. Es tan auténtico que en japonés “color” puede ser sinónimo de “amor”.

 

Saturnine cae en su propia trampa, desarmada, descubre ese amor con color propio y líquido, el que inventa para ella, amarillo número 87, el del forro de acetato de la falda que acaricia su piel, regándola de oro como las veladas que alimentan su curiosidad donde los matices del tejido “componen el amarillo asintótico; el color metafísico por excelencia”.

Después de negociar consigo misma su enamoramiento, justifica al que desea no sea un asesino, apenas un tipo excéntrico que acaso ¿guarde un secreto atroz sin ser culpable?

Ser o no culpable.

Ser o no víctima.

Saturnine no es víctima ni culpable.

Elimiro le reconoce que “también se puede amar el mal” y se descubre ante ella, la invita a entrar al cuarto oscuro que revela el último aliento de aquellas que le precedieron, se preguntaron “amor mío ¿cómo puedes no acudir a salvarme?”.

Allí donde sus fantasmas se convirtieron en un muestrario de retratos incompleto, de vestidos y colores, al otro lado de la doble óptica de la Hasselblad que multiplica las miradas de Saturnine, donde ella elige no formar parte del mosaico inacabado de las desaparecidas, muertas por su curiosidad y retratadas para siempre en su falta, en la que se encuentra consigo después de descubrirse poliédrica en las fotografías tomadas por Elimiro:

“¡Qué agradable era no ya ser otra, sino ser cincuenta otras distintas!”

 

Final (sin filtro).

Ser y no ser una y todas, piensa Saturnine, lo anhela con la misma intensidad con la que Elimiro necesita su retrato que complete su colección. Quizás aquello que les unió, fuera lo que los separe.

Dos personajes que avanzan a través de sus anhelos, de sus sombras y también de sus pérdidas.

Y como en el cuento original, Barba Azul tiene que morir. Que nadie acuda al rescate de Saturnine completa la transformación; ella, símbolo de Saturno, planeta de plomo, se salva de quizás también de sí misma hasta convertirse en oro, en el brillo eterno en el instante en el que su némesis expira. Pura alquimia.

Como el poso de una y varias lecturas, donde la metáfora se alimenta a capas en este juego de puertas abiertas y a medio cerrar, que es la in-existencia.

 

70. De la diferencia -a la disidencia-.

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diferente

Del lat. diffĕrens, -entis.

  1. adj. Diverso, distinto.
  2. adv. De manera diferente.

 

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Fui una niña poco convencional.

Disfruté tramando historias, viendo guisar a mi madre y aprendiendo a comer, escuchando las canciones que mi padre elegía para encontrar cuentos ocultos, nunca quise ser princesa, pero sí tener mi castillo. Crecí alimentando mis sueños sin compararlos con los de los demás, tampoco con los de otras niñas.

Fui asimilando lo que no quería ser a la vez que me inventaba una versión un poquito mejor de mí misma, o eso siempre intenté.

Y mientras, en los años 80, se ensayaba una tolerancia quizás idealizada en mi recuerdo, ya saben, a veces la memoria es infiel. Sin embargo, parecía que la libertad de expresión, gustara o no, existía, el humor podía ser lo negro que el cómico quisiera sin necesidad de pedir perdón.

Pero -siempre los hay- hubiera o no tolerancia, en las aulas y los patios de colegio, la realidad era distinta, la mía, al menos.

No, no fue fácil. Claro que no. Ser diferente nunca lo fue. Pero con la distancia y perspectiva que dan los años, es cierto que aquel fue uno de los mejores aprendizajes para lo que puerilmente se llama “edad adulta” sin convertirme en víctima de las circunstancias, porque, parafraseando a Simone de Beauvoir, no se nace víctima, se llega a serlo.

Observo con cierta perplejidad como la vida real sigue siendo un enorme patio de colegio con las inseguridades despiertas, hambrientas y perversas; con la falta de pensamiento crítico, cítrico, que acaba por escocer heridas abiertas, pero tanta incomprensión descubre un camino propio, no todo va a ser presión social, la coherencia es resistencia, lucha e ideología.

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Compren diferente, vivan diferente.

Atrévanse a ser diferentes.

¿Piensen diferente?

 

Y entonces, la publicidad, experta en exprimir la polémica y crear contenido, se hizo un hueco para explotar un término que genera más controversia que la piña en la pizza.

¿Cuándo la diferencia se convirtió en mainstream?

¿Acaso existe la diferencia aceptable?

Por mucho que el marketing aproveche lo diferente, vivimos en un mundo de im-pertenencia al grupo, que, desde lo ancestral, tiende a sentirse incómodo ante cuestionamientos ajenos a los suyos.

Pero no todos necesitamos ser manada. Encontramos por el camino con quienes compartir, de quienes aprender, a quienes escuchar. Desde nuestras similitudes, pero también, desde nuestras diferencias.

Las mismas que se construyen desde la mirada, objeto especular que deforma o redibuja la polémica, ahí donde la miopía distorsiona realidades ¿diferente respecto a qué, a quién?

¿Es necesario un posicionamiento constante?

Y así, entre palabras que alimentaran al pensamiento, llegó la disidencia, incluso, en los encuentros y en las diferencias.

 

Espejo mágico (1946), litografía de M. C. Escher

Dedico este texto a compañeras de viaje de estos siete años textiles,  queridas, sabéis quienes sois y que os habéis convertido en amigas.

 

Se dicen muchas cosas…

 

 

66. Shine on… Brilli, brilli.

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humor

Del lat. humor, -ōris ‘líquido’, ‘humor del cuerpo humano’.

  1. m. Genio, índole, condición, especialmente cuando se manifiesta exteriormente.
  2. m. Jovialidad, agudeza. Hombre de humor.
  3. m. Disposición en que alguien se halla para hacer algo.
  4. m. Buena disposición para hacer algo. ¡Qué humor tiene!
  5. m. humorismo (‖ modo de presentar la realidad).
  6. m. Cada uno de los líquidos de un organismo vivo.
  7. m. Psicol. Estado afectivo que se mantiene por algún tiempo.

buen humor

  1. m. Propensión más o menos duradera a mostrarse alegre y complaciente.

humor negro

  1. m. Humorismo que se ejerce a propósito de cosas que suscitarían, contempladas desde otra perspectiva, piedad, terror, lástima o emociones parecidas.

mal humor

Tb. malhumor.

sentido del humor

 

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En los albores del año, permítanme la pedantería, me enfundé en lentejuelas y en un abrigo Yeti, peludo y azul. Meses después me supe cosiéndome unas plumas al bajo de una camiseta…

Sí, yo, que nunca he sido de llamar la atención, y menos en lo que a prendas se refiere.

¿Qué estaba pasando?

Pensé, apenas unos segundos, que era el efecto de una infancia en los años ochenta, del volátil peludo, el monstruo de las galletas y Papageno (juzguen lo que quieran, cada uno tiene los héroes que tiene).

Sin embargo, supe que la verdadera razón no era otra que el poso del humor que dejó aquella historia que convertí en ¿ficción? entonces recién terminada; con la que aprendí a reírme -incluso y sobre todo- de mí y de tantos momentos de pequeñas tragedias sin importancia que quedaron en aquellas páginas.

 

 

 

 

 

Que volvieran las oscuras golondrinas a nuestros balcones sus nidos a colgar sólo era cuestión de tiempo, el mismo en el que se digirieron y dirigieron tendencias que desayunamos como en la infancia devoraba galletas, y entonces, una noche triste de enero surgió la magia y ¡sorpresa! llegaron a mi armario y a mi vida unos leggins de terciopelo. Los mismos que cada día que visten mis piernas me recuerdan ese viaje inesperado que reconvertir. Y lo consigo, al final del día, me río de miedos que ya no están, que brillaron como un glitter ahora descolorido mientras me cosía las plumas me recordaron cómo volar lejos del glam que no viví. Sino el que me inventé.

Como todos, al fin y al cabo.

 

 

 

Y mientras, disfruto de lentejuelas diurnas y tardes de Yeti, de meriendas de terciopelo, de amaneceres emplumados y prejuicios relajados, siendo ésa mujer que fui, la niña que soñé, del derecho y Del revés (libro que, por cierto, cumple 4 años).

Come on! Shine on… BRILLI, BRILLI!

 

 

Y así, adivinen qué tendencia visto mientras escribo -y suscribo- de este otoño atonal, seco y musical, lleno de pájaros en la cabeza y hambre de recuerdos ‘aliñaos’ en este 22 de noviembre.

 

65. Ce n’est pas un automne (A cubierto)

chema madoz gabardina

 

a cubierto

  1. loc. adv. En lugar resguardado, defendido, protegido.

 

encubierto, ta

Del part. de encubrir.

  1. adj. Oculto, no manifiesto. Apl. a pers., u. t. c. s.
  2. f. Fraude, ocultación dolosa.

estrada encubierta

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El -entre-tiempo no existe.

Tampoco son los padres, por mucho que no sean ni frío ni calor (no es el caso).

 

¿Qué fue del otoño?

 

Octubre era de color ocre y brillante, como la pana que vestía en mi primer día de colegio en septiembre cuando ya refrescaba, con la humedad de las primeras lluvias que anticipaban un cambio.

Entonces, hubo una época en la que todo parecía posible, en la que la pana se convirtió en símbolo.

Hoy sin embargo, afloran las nostalgias, no porque el pasado fuera mejor, sino porque la lluvia limpiaba los atardeceres naranjas, porque aún no pesaba la añoranza de los otoños y las primaveras que se fueron haciendo pequeñitos, casi invisibles como el tiempo robado.

Crecí vestida con pantalones de pana mientras los otoños rojos habitaban los bosques y el recuerdo.

Allí donde la pana era campo abonado de los gnomos, del que crecerían charcos que mojarían los bajos de los pantalones y salpicarían las botas de agua.

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Allí donde aprendimos de la espera, de la ansiedad, del frío, del calor.

Ahora que vuelve el tejido de mi infancia, llega cual intrusa al sur de los Pirineos, aquí donde no llueve, estado de alarmante ausencia, el otoño se refugia a cubierto de miradas polémicas donde muchos, incautos, no lo extrañan, mientras se vuelve rojo de vergüenza, quemado y asaltado con la impunidad que dan las sombras, encubiertas.

Y así, la pana se convierte en pena, perdida en este texto roto con el deseo que no asesinen ni un trozo más de nuestra tierra, que no se convierta en memoria seca, que no calcinen ni un solo recuerdo más como el de tantas escritoras a las que les negaron su voz, bosques y palabras sean y son patrimonio de todos que nos queman, porque son, un lugar donde quedarse, donde pensar.

Que llueva, tiene -mucho- que llover…

 

Hoy día de las escritoras, este texto es para Galicia, Asturias, Portugal; con todo mi cariño.

 

 

 

62. No sólo pesan las maletas

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Pesante

Del ant. part. act. de pesar1.

  1. adj. Que pesa.
  2. adj. Entristecido o arrepentido de lo hecho.
  3. m. Pesa de medio adarme.

pesante de oro

  1. m. Moneda de oro de la Edad Media.

 

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A veces la realidad -laboral- pesa como maletas llenas de piedras; se dejan caer los párpados, pesados como juicios, como quien se salva inmóvil al borde del camino, quiere con desgana* en una verdad rocosa en este mundo de contradicciones volátiles lejos de las palabras de Benedetti.

 

Pesan prejuicios que acumulan polvo y crecen telarañas: la profesionalidad no tiene género, edad ni parentesco.

Se cantan muestrarios, se apuntan comentarios y se escuchan improperios a la voz del “¿te enteras, guapa?” cuyo decorado preconstitucional alimenta el silencio cual cri cri de los grillos.

 

Pesan realidades que confrontan mi ingenua creencia infantil: que la igualdad existe, es un cuento. Aún hay que reivindicarla, aunque moleste: a muchas se nos exige demostrar -incluso trabajar- más que a los compañeros, a quienes aún en muchos casos, se les presupone más. La innegable brecha salarial en la que nosotras cobramos en España un 14.9% (y 17% en la Unión Europea según Eurostat) menos que nuestros colegas que firman como un señor por la misma actividad, y en muchos casos el constante intento de silenciar nuestro trabajo, de sometimiento, de arañar a la mínima la comisión. Sí señores, esto ocurre, Europa, año 2017. No, no son casos tan aislados.

 

¿Qué ocurre cuando no quieres dominar ni ser dominada?

Entonces, en ese rincón improbable, casi invisible, se revuelve la supervivencia que para muchos se hace molesta.

No debería pesar el respeto ni la educación aunque vivamos en pieles y miradas distintas.

Agradezco que mis padres me lo enseñaran y me dieran las herramientas para no convertirme en una mujer presa, ni fácil, ni presa de mí misma.

Aprendí que también pesa tener voz, ser incómoda, cuestionada.

No soy ni seré el reflejo de nadie, lo que se espere de mí, porque en la espera, desesperen, se rompan o no verdades absolutas, certezas intocables.

No soy ni seré ni más ni menos mujer por elegir arreglarme o por no hacerlo, por querer verme guapa, o por engordar un par de kilos y no volverme loca, por elegir qué ropa ponerme y cuál descartar, no me justificaré ante quienes digan que ése es el marketing del patriarcado.

No soy ni quiero ser esa mujer, ni cliché, ni objeto, ni dominante, ni dominada.

No soy lo que me convierta la mirada de otro, ni dejaré de ser porque no me sigan mirando.

 

Pesan los odios que calcifican en el hueso durante siglos de reflejos distorsionados, espejos velados, miradas rotas.

 

Pesan más que el baúl de la Piquer.

Tanto que al final se desenfoca y se convierten elecciones en polémica fácil como ha sido el caso de la controvertida camiseta de Inditex de “Everybody should be feminist” (piensan que el señor Amancio Ortega quiere enriquecerse -más- con la lucha feminista). Sí señores, se acusa de cómplices e hipócritas a quienes la tienen y la visten en formar parte del patriarcado más capitalista.

Confieso públicamente: la tengo. Y no, no me arrepiento, no me avergüenzo, ni me siento cómplice. Cuando supe de la existencia de la camiseta original de la casa Dior -porque el mundo textil, lo crean o no, ni empieza ni acaba en Inditex, hay mucho trabajo previo y posterior- sentí esa tímida fascinación que se experimenta cuando las altas esferas aportan visibilidad a un movimiento social. Serán criticados, sin duda, pero considero que el gesto, aunque se desvirtúe, vale.

Y ocurrió lo esperado, se hicieron eco y tomaron el testigo del mensaje, porque este trabajo es así: reinterpretación.

DIOR PRESENTA SUS DISEÑOS EN LA SEMANA DE LA MODA DE PARIS

Pesan los ataques siempre, pero con cuestiones tan subjetivas como el mundo simbólico, con camiseta o sin ella, más.

No dejo de imaginar lo culpables que se sienten en el colectivo LGTBIQ, fustigándose incluso, por haber enriquecido quizás al heteropatriarcado que ha hecho negocio vendiendo banderitas por la semana del orgullo mundial estos días en Madrid. ¡Ah, no! Que eso era visibilizar…

 

En resumen, me sumo a las palabras de Emma Watson que también ha sido atacada por unas recientes fotografías en las que se intuía su pecho para Vanity Fair:

«El feminismo va sobre dar poder de elección a las mujeres. El feminismo no es un palo con el que golpear a otra mujer. Es libertad, liberación, igualdad. De verdad que no entiendo qué tienen que ver mis pechos con esto. Es muy confuso.”

 

¿Por qué pesa tanto el odio?

Engulle todo lo que no entiende, lo que no comprende y no acepta.

Pesan los discursos sin respeto, aquellos que nacen con “tienes que” seguramente no tengan buen final, ni siquiera merezca escribirlo, porque a fin de cuentas, tengamos sin pretensión, mala reputación.

 

En mi pueblo sin pretensión

Tengo mala reputación,

Haga lo que haga es igual

Todo lo consideran mal,

Yo no pienso pues hacer ningún daño

Queriendo vivir fuera del rebaño;

No, a la gente no gusta que

Uno tenga su propia fe

 

59. Tocada y fuga.

 

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Fotografía de Chema Madoz.

tocar1

De la onomat. toc.

  1. tr. Ejercitar el sentido del tacto.
  2. tr. Llegar a algo con la mano, sin asirlo.
  3. tr. Hacer sonar según arte cualquier instrumento.
  4. tr. Interpretar una pieza musical.

 

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Del part. de tocar1.

  1. adj. Dicho de la fruta: Que ha empezado a dañarse.
  2. adj. coloq. Medio loco, algo perturbado.
  3. adj. Dep. Afectado por alguna indisposición o lesión.

 

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A mi madre.

Porque me enseñó del tacto y a volar.

 

Cuentan que en Abril llovía.

Que hace años robaron las nubes y que las escondieron en el almacén de los libros rechazados, allí donde nadie miraba, junto a un campo de cultivo, lugar del olvido.

Sin embargo, apenas pareció importar: los días de sol llenaban las calles mientras se perdió la lluvia y nadie la encontró.

Abril sonrojada y tocada como fruta madura, se vistió de lilas, se perfumó de anhelo y de tanto soñar las nubes, las dibujó en el aire tejiendo historias de cúmulos y estratos.

Lejos quedaban: el olor de la lluvia y arrumacos con el repiqueteo en el cristal.

Los días de sol pasaban y se olvidaban tempestades, aguas que regaban primaveras y jazmines que ya no daban flores. Así como se abandonaron jardines, se borraron noches húmedas de inspiración y nostalgias; los poetas se alzaron con versos volátiles que fueron fértiles en otro tiempo. Así como músicos que antes sembraron melodías, se dedicaron al cultivo de secano del manzano.

Y el viento soplaba sin que nadie se tocara siquiera con la mirada en fuga -en mi bemol- mientras otros tocaban a Bach derretido como mantequilla caliente en cada atardecer.

Cuentan que hubo un océano capaz de poner el mundo del revés por recuperar a la luna, pero pasaron primaveras, veranos, otoños e inviernos y nadie volvió a saber de las nubes encadenadas que buscaban ventanas, que soñaban distancias eléctricas.

Y fuera, al otro lado del encierro, regaban un enorme campo blanco de algodón que flotaba con la ligereza que perdieron las nubes.

Cuentan que aquel fue el mejor algodón que nunca existió fruto de aquellos días despejados, de nubes cautivas.

Tanto fue así que se dijo que secuestraron a las nubes para que el algodón tuviera con qué jugar, así como tiempo después las vacas beberían cerveza mientras escuchaban a Mozart.

Fuera cierto o no, las máquinas no paraban de hilar kilómetros y kilómetros del mejor algodón habido y por haber hasta que se enredó una nube juguetona en la trama.

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Fotografía de Chema Madoz

Aquella osada se atrevió a colarse por la jaula y las demás la siguieron rompiendo su cautiverio y enredándose en aquella historia.

Cuentan que se ventilaron primaveras aquel atardecer de tormenta mientras otros, altos y bajos, mujeres y hombres, jóvenes y ancianos vistieron suaves nubes que, a ratos, asaltaron los cielos, volátiles peludas, trenzadas, tejidas, entramadas, hiladas, tocadas por tormentas que desordenaban historias en fuga.