Dos años sin dormir así. Es un comienzo, te dices. Un buen comienzo.
Y descansada, encuentras tiempo. Para todo lo que llevabas tiempo posponiendo.
Tú. Claro. Porque tú también estás ahí. Haciendo malabares con demasiados platillos.
Platillos volantes. Platillos que el año pasado se fueron sumando y tú fuiste improvisando guisos. Y, pudiste con ellos. Muy bien, claro que sí, pero no hace falta. No hace falta estar siempre al borde del abismo.
– Piensa, tu segunda ventaja. –
Tiempo. Llevabas meses necesitando tiempo.
Ahí está, para ti. Respira, que aquellos a quienes quieres, están bien, y eso, va a ser lo único que importe. Porque el tiempo, sin salud, no sirve. Y la salud, sin tiempo, acaba por resentirse.
Somos viaje. Y también, venimos de un viajante. Uno que a veces me gusta imaginar con sombrero y bastón. Con sus gafas y su bigote. Uno que hubiera disfrutado de las nuevas tecnologías. Así es, hoy estamos donde estamos porque muchos años atrás, hubo un viajante que se dedicó al textil en la familia. Pero no sólo.
También sembró parte de quienes fuimos, de quienes somos. Entre bocado y bocado o con el recuerdo de las dos gardenias. Se escribieron cartas desde la distancia que hoy nos habita, cartas que imagino con letra pulcra, papel amarillento. Y mientras, los tejidos pesaban en maletas sin ruedas. Aquellas olvidadas que anunciaban despedidas. Viajes en carreteras secundarias. Y la lluvia, y la nieve: el frío.
Las ausencias escribieron muchas biografías de viajantes, aquellos que regresaban con recuerdos de sus viajes que, una y otra vez, emprendían. Los que no anticiparon el presente.
A veces me pregunto ¿cuánto dura la extinción de un oficio?
Ser efímero no sólo se combate a mordiscos, también queda la música, respuestas urgentes, modelajes. ¿Acaso existe el tiempo?
El tiempo de cerezas pasó y con él, se anudaron utopías.
Hoy son cargamento pesado. Como los afectos, como los recuerdos.
En memoria de mi abuelo, viajante y bon vivant en el día de la música.
BSO. Oscar Peterson. The Bach Suite. Allegro/ Andante/ Bach’s Blues.
De breve a brevísimo quedó este relato que nació con el recuerdo bajo el puente. Porque me apetece recuperar la versión extendida para desenvolver, desplegar, durar o esparcir más en el pensamiento. Como se extiende la hierba sesgada para que se seque, ahora que nos acercamos a época de cosecha. Feliz septiembre.
Que su cuerpo hubiera aparecido debajo de aquel puente no fue ninguna casualidad. Allí por el pasaron bandoleros y demás paisaje de dudosa reputación. Ella no fue una mujer como las demás. O eso decían. Tampoco acostumbró a creerlo, era lo mejor que podía hacer para sobrevivir, nunca creer de más. Su piel se fue curtiendo con los años como sus emociones. Pero aquello tampoco era nada nuevo, sólo que muchos lo disfrazaban. Ella no. Durante los días siguientes, se llenaron páginas de miserias en los diarios. Mientras, el Olvido fue llenándose de niebla. Porque el Olvido también, come, pensó Ymelda Meyer. Ella que, fuera diferente o no, resolvió pequeños hurtos, pero nunca encontró un crimen como aquel. Nadie había acuchillado antes a la Esperanza, aquella puta vestida de verde, decía la canción. Y es que después de ella, llegaron el asesinato de la Ilusión, y el secuestro del Tiempo. Lo que Meyer no sabía, es que la Memoria también pendía de un hilo, y así, llena de silencios, se hizo cargo de aquel caso que se suponía imposible, pero ella era heredera de un legado improbable. Después de seguir las pistas, de hacerlo sola, como todo lo importante en la vida, llegó a través de varios anónimos, aquellos que parecían cebos más que un mapa, a aquel túnel lleno de sombras donde la humedad fue devorando y pudriendo cada posibilidad de escapar. En realidad, no pensaba hacerlo, no porque no tuviera miedo, claro que lo tenía, pero no quería que éste dictara sus pasos. Y menos aún para acabar en un mundo sin Ilusión, Tiempo y Esperanza. Importaban. Quizás porque tuviera a su tía postrada en la cama fría de un hospital que olía a lejía y anticipaba la muerte. Y a la muerte la pensaba en minúsculas, no quería que ganara la partida antes de tiempo. Ya bastantes letras y palabras de más se quedaban en las cunetas. Bastantes historias se perdían sólo por el Miedo, los silencios. Ella no quería ser cómplice, seguía nombrando a las cosas por su nombre, cayera quien cayera. Pero entonces, en aquel túnel en medio del bosque, escuchó un grito de auxilio. Era el Tiempo pidiendo socorro. Meyer se llevó la mano a su arma sabiéndose ridícula por no saber a qué, a quién se enfrentaba. Pero allí no había nadie. Sin embargo, no dejó de escuchar los gritos. Atravesó aquel lugar para llegar al bosque, a unos metros del puente. Creyó estar delirando. No le extrañaba que aparecieran alucinaciones después de aquel rastro que siguió a oscuras. No pudo olvidar el rostro roto de la Esperanza. Tampoco las sombras que envolvieron a la Ilusión marchita. Demasiado perdieron sin ellas, pero al Tiempo lo necesitaba, porque sabía que, sin él, el mundo se iría a la mierda. No sólo su tía, no sólo los afectos de su infancia. Y allí, en medio de ninguna parte, debajo del puente, lo encontró atado del cuello, con la misma desolación de una casa en ruinas, llena de abandono. Allí, al otro extremo de la cuerda, colgaba apaleada la Memoria, muda y derrotada. Meyer se sobresaltó. No pensaba encontrar a dos rehenes tan necesarios. Ya casi no creía en lo imprescindible hasta que los vio allí a punto de extinguirse, a la espera de unos minutos, de su decisión. Miró el reloj y supo que las amenazas del criminal estaban a punto de llegar a término. Si salvar al Tiempo o a la Memoria. No podía pensar. No se imaginaba un mundo sin ninguno de los dos. Aquella cuerda que unía sus cuerpos que quedarían suspendidos sobre un bloque de hielo al terminarse la cuenta atrás. Entonces hizo lo único que no la atormentaría por el resto de sus días. No eligió. Pero tampoco iba a verlos morir. Desató al Tiempo, convirtiéndose ella en rehén para que así, pegando un tiro a su cuerda, la Memoria quedara libre. Aquel mecanismo perverso tendría su víctima. La soga en su cuello. Aquel que años atrás quisieron romperle. El mismo que sintió vibrar con el calor de los susurros. Allí donde las ausencias siempre se le volvieron más grandes, casi infinitas. Entonces, La Nada salió de las sombras. Sí, siempre fue ella. Aquella enemiga envidiosa de todo lo que agitaba la Vida. La Nada, hermana del Olvido, con quien jugó en su infancia caprichosa a romper lo que otros quisieron construir. Nunca nadie puso límites. Así llegaron hasta allí, donde, después de haberse quedado sin Esperanza ni Ilusión, Meyer no podía permitir que también les arrebataran al Tiempo y la Memoria. Quería creer, por primera vez en muchos años, que podría volver a nacer una nueva Ilusión. Que jugaría con el Deseo cuando se hicieran mayores. Aquello, más que un acto de fe, era el recuerdo de su último anhelo y entonces lo supo. Su sacrificio no sería más que el castigo que nadie le puso a La Nada. Y con una sonrisa burlona, sintió que la Ilusión no había muerto del todo. En realidad, sólo necesitaba que alguien creyera en ella para volver a levantarse, y así fue cómo aquel crimen perfecto se rompió con la soga al cuello de la inspectora Ymelda Meyer que cayó al vacío, rompiendo a La Nada con un golpe de viento que la destrozó en mil pedazos.
No tardaron en encontrar a la inspectora Meyer bajo el puente. Ningún maleante se atrevió a acercarse. Los restos de crimen perfecto a su alrededor. Aquel que ni el Miedo quiso recomponer. Que el Olvido dejó a su suerte. Allí, junto al cuerpo de Ymelda, la Esperanza, la Ilusión, el Tiempo y la Memoria velándola como a una Blancanieves infinita que quizás, hubiera aprendido a creer, aunque fuera en imposibles.
Que su cuerpo hubiera aparecido bajo aquel puente, junto al precipicio no fue casualidad. No fue una mujer como las demás. O eso decían. El Olvido fue llenándose de niebla. Porque también come, pensó Ymelda Meyer. Nunca vió un crimen como aquel: la Esperanza desangrada, la Ilusión muerta y el Tiempo secuestrado. Meyer se hizo cargo porque no quiso escapar. No porque no tuviera miedo, claro que tenía, pero no iba a dictar sus pasos. Y menos aún para acabar en un mundo sin Tiempo. Meyer caminó por el precipicio buscando a la Memoria que estaba siendo torturada por La Nada, criminal invisible, descubierta con las manos en la masa. Entonces, tuvo la oportunidad de hacer aquel heroico intercambio. Una por otra. No podría soportar vivir en un mundo sin Tiempo ni Memoria. La Nada, caprichosa, aceptó. Lo que no podía imaginar, era que, con aquel salto al vacío de Meyer, el crimen perfecto de La Nada se rompió con un golpe de viento que la destrozó en mil pedazos.
#crimenperfecto
relato para el concurso #crimenperfecto de Tierra Trivium.